Septiembre y octubre, en el bicentenario de la independencia y segundo año de pandemia, retomaron con especial fuerza algunos debates sobre la historia nacional, concretamente la época colonial y la ruptura política con España. También los llevó a una etapa de nuestra historia que no había sido objeto de cuestionamientos así sino, antes bien, de amplia simpatía, especialmente en sectores de izquierda: la Revolución de 1944, ahora vista como sólo otra expresión del colonialismo occidental. ¿Qué he aprendido de esas discusiones?
Conversando con un amigo me dijo que, en su opinión, las izquierdas tienden a comportarse como aquel dicho en inglés: tirar el agua de la bañera con todo y el bebé. Al señalar defectos, errores y atrocidades en la historia, se atribuyen completa y esencialmente a «Occidente»o «la cultura occidental» (entendido, en general, como blanco, masculino, cristiano, individualista, capitalista, imperialista), rechazando en bloque todo cuanto se asocie con ellos, incluso aspectos positivos y valiosos (que, para algunos, simplemente no los hay). Desde luego, recordaba el amigo, también los grandes totalitarismos como el fascismo, el nazismo y el comunismo son productos occidentales.
En otro ensayo expuse cómo la noción de «Occidente» tiene varios matices y tensiones internas. No interesa repetir aquí la idea ni defender en términos simples algo cuya complejidad yo mismo he expresado, aunque esa complejidad sirve para entender por qué son insostenibles algunas críticas reduccionistas y facilonas. Lo que quiero reflexionar es cómo esto se relaciona con nuestro modo de acercarnos a la historia en tanto búsqueda de la verdad.
Como bien expresó Carroll Ríos en un artículo también inspirado por las discusiones y eventos de fechas recientes, «la verdad histórica importa»: conviene conocer la complejidad, aciertos, desaciertos e incluso crímenes de los seres humanos del pasado, pero las personas no cabemos en colectivos antagónicos, falsas dicotomías y etiquetas acusatorias, mentalidades reduccionistas que invitan a la violencia. Evocó también una idea que en 2004 leí en una entrevista con Robert Sirico: la idea marxista del conflicto intransigente entre clases sociales se traslada hoy por algunos a conflicto entre hombre y naturaleza, varón y mujer, grupos étnicos, etc. Desde luego, también sobre esto hay debate.
Pero me parece que quienes valoramos (o procuramos valorar, en nuestra falibilidad) la verdad, la libertad, la justicia, la razón, no somos inmunes a la tentación de tirar al bebé con el agua. Como han señalado Gabriel Zanotti o María Blanco y Carlos Rodríguez Braun, también entre quienes se autodenominan liberales surgen dogmas, excomuniones, tribalismos y disputas por definir una supuesta visión auténticamente o más liberal. Proyectos como el Instituto Acton o el Instituto Fe y Libertad, por ejemplo, conocen bien las dificultades de algunas posturas según las cuales el liberalismo es incompatible con la religión en general o con el cristianismo en específico. Algunos católicos piensan lo mismo, con base en documentos magisteriales del siglo XIX o en interpretaciones de la doctrina social contemporánea.
Por eso considero importante evaluar, aún como examen de conciencia y no mera reflexión intelectual, nuestra apertura a la verdad. También Zanotti, siguiendo a Ratzinger, se ha referido a la relevancia del contexto histórico en la actividad de la razón. Pienso que eso exige también ser conscientes de las especificidades locales, tanto históricas como actuales.
Entre las polémicas ha destacado el 12 de octubre, que suele enfrentar, cada vez más, dos posturas extremas en la valoración de la presencia española en América, que algunos llaman leyenda negra y leyenda rosa, según enfatizan lo negativo o positivo, hasta la negación de lo contrario. Como señalaba Carroll Ríos, existen documentos de la propia época colonial que dan cuenta de acciones negativas de los españoles.
Por ejemplo, los gobernadores Francisco Marroquín y Francisco de la Cueva desobedecieron la decisión tomada por los vecinos en cabildo abierto de trasladar la ciudad de Santiago de Guatemala al valle de Chimaltenango, trasladándola en cambio al de Panchoy (actual Antigua Guatemala), por presión de unos pocos terratenientes y religiosos. Para hacerlo arrebataron tierras a las poblaciones cakchiqueles del área. La Corona juzgó tan negativamente esta actuación, que envió un nuevo gobernador para impedir más insubordinaciones por parte de las autoridades y encomenderos locales (1).
La fundación de la Antigua Guatemala no es, entonces, precisamente un ejemplo de institucionalidad política, búsqueda del bien común y respeto a la propiedad privada. Pero eso no nos impide disfrutar hoy de su belleza arquitectónica o aprovechar su atractivo turístico, entre otros aspectos. Como tampoco nos impide valorar las actuaciones positivas de personajes como el obispo Marroquín, cuyas acciones en pro de la educación han inspirado, entre otros, el homenaje de que mi alma mater lleve su nombre.
También sobre la figura de Francisco Marroquín, la recordada historiadora Siang Aguado de Seidner lo consideró precursor de los derechos humanos, resaltando sus virtudes humanas y religiosas, su espíritu liberal y humanístico. Pero quizá el propio Marroquín se habría ruborizado ante tal juicio, como cuando en una carta reconoció haber obrado contra los indígenas en favor de los encomenderos (2). O quizá un liberal, desde estándares actuales de separación Iglesia-Estado, no vería con buenos ojos que Marroquín haya promovido una ley para castigar con prisión o multa la inasistencia a misa dominical (3).
Los documentos que se conservan de juicios de residencia (procesos en que se escuchaban las quejas contra funcionarios españoles al finalizar su periodo en el cargo) evidencian que ya en su época fueron acusados de abusos e ilegalidades. Aun cuando algunos señalamientos podrían ser falsos o exagerados, demuestran que ciertas conductas se consideraban reprochables ya en la cultura española y criolla de aquel entonces: no fue algo que viniera a descubrirse o a valorarse distintamente siglos después.
Al igual que Marroquín lamentando sus errores –en primera persona, no por señalamiento de algún detractor–, son testimonios de que la conciencia moral de esos siglos ya tenía presente la distancia entre, por un lado, sus ideales religiosos, morales y jurídicos y, por otro, la realidad de su práctica. Por supuesto, tampoco fue todo malo, y así como hay fuentes españolas que valoran negativamente sus acciones, también hay fuentes indígenas que conservan juicios positivos sobre algunos. Es conocido, por ejemplo, el buen recuerdo del gobernador Alonso López de Cerrato en el Memorial de Sololá, «ordenando que cesara la voracidad de los hijos de los castellanos»(4), disminuyendo impuestos y poniendo fin al trabajo forzado: «El Señor Cerrato en verdad hizo todo lo que era justo, él cimentó las bases de leyes que nos ayudarían a vivir dignamente»(5).
Pero a veces parece que tenemos tanto miedo a ciertas interpretaciones de la historia –más bien: a las consecuencias que de ellas pretenden derivarse en la acción política del presente– que, en vez de asumir los datos y debatir con solidez académica las lecturas, optamos por actitudes de negación, de censura, que no son sino una traición a la verdad.
En la misma temática, recientemente causó revuelo la idea de que el papa pidiera perdón por pecados contra los pueblos indígenas en el proceso de conquista y evangelización. Suscitó especial rechazo entre algunas tendencias ideológicas que siempre han visto con suma suspicacia –por decirlo benévolamente– las inclinaciones políticas de Francisco, y que –quizá por fines políticos– abrazan narrativas más cercanas a la leyenda rosa del nacionalismo acrítico. Pero olvidan que ya San Juan Pablo II Magno y Benedicto XVI se habían referido con claridad a ese tema, reconociendo sin ambages la existencia de errores, abusos e injusticias.
De hecho, durante su visita a Guatemala en 1983, San Juan Pablo II Magno sostuvo un encuentro con comunidades indígenas, donde expresó cómo algunas circunstancias perduran en esta época: «la Iglesia conoce (…) la marginación que sufrís; las injusticias que soportáis; las serias dificultades que tenéis para defender vuestras tierras y vuestros derechos; la frecuente falta de respeto hacia vuestras costumbres y tradiciones. […] desde este lugar y en forma solemne, pido a los gobernantes, en nombre de la Iglesia, una legislación cada vez más adecuada que os ampare eficazmente de los abusos y os proporcione el ambiente y los medios adecuados para vuestro normal desarrollo».
La desconfianza que, no sin razón, generan algunas variantes de movimientos indígenas influidas por el marxismo, podría llevarnos a defenestrar hasta la memoria de este gran santo. En cambio, ¿seremos capaces de asumir, en nuestra actualidad polarizada y paranoica, el llamado que hace tantos años dirigía en nuestro país?
Me he detenido en el tema de pueblos indígenas porque estuvo en el centro de las discusiones en torno al 15 de septiembre, el 12 de octubre y el 20 de octubre. Pero, como es lógico, no es el único tema actual que requiere atención.
Es necesario un esfuerzo serio y honesto por comprender los contextos propios de nuestro país, sin por eso renunciar a promover principios que consideramos de valor universal. Pero eso es un reto que cada generación deberá vivir en sus circunstancias. De lo contrario, podemos caer en la tentación del inmovilismo, de ser reaccionarios, de temer el cambio, de querer imponer abstracciones que niegan y violentan el hoy y ahora, no sólo en su riqueza y complejidad, sino en sus problemas y situaciones que deberían interpelar más nuestra conciencia.
Debemos, especialmente, aprender a discernir los legítimos problemas que enfrenta el país, sin que el miedo nos haga creer que cualquier postura crítica o propuesta de cambio es un caballo de Troya para el Foro de São Paulo o cosas por el estilo. Que los hay y puede haber, por supuesto. Pero la alternativa puede llevarnos a ser blindaje reaccionario para un statu quo que ha evidenciado su agotamiento como modelo viable de país, con rasgos profundamente anti-liberales y anti-republicanos y –¿por qué no decirlo?– hasta anti-cristianos.
Que siempre habrá oportunistas buscando ganancia en río revuelto es algo que jamás podremos evitar. Los habrá, de todos los colores y sabores del espectro político. Y eso tampoco es necesariamente ni siempre algo malo o ilegítimo. A veces será expresión legítima de la diversidad de propuestas que, se supone, nutren una democracia y una sociedad libre, donde unos y otros aspiremos a debatir ideas y no a aniquilar enemigos. La sociedad guatemalteca aún debe superar muchos moldes mentales heredados de la guerra fría y del conflicto armado interno.
El papa Francisco, que ha hecho numerosos pronunciamientos sobre la corrupción (6), también ha señalado cómo la lucha contra la corrupción se puede desvirtuar e instrumentalizar, acudiendo al lawfare, el abuso de la prisión preventiva, el repudio de garantías penales y procesales básicas, promoviendo «un sentimiento de antipolítica del que se benefician aquellos que aspiran a ejercer un poder autoritario». En otra ocasión advirtió que, a veces, «bajo el noble ropaje de la lucha contra la corrupción, el narcotráfico o el terrorismo (…) se impone a los Estados medidas que poco tienen que ver con la resolución de esas problemáticas y muchas veces empeoran las cosas».
El Instituto Fe y Libertad proclama como su misión «impulsar el florecimiento humano promoviendo la libertad individual y los principios judeocristianos», y como uno de sus valores que «La persona practica la honestidad intelectual cuando busca, ama y defiende con coraje la verdad, al tiempo que escucha y respeta las opiniones del prójimo, evaluando la validez de sus argumentos».
Sobre esa línea, en lo personal me parecen inspiradoras enseñanzas como las de San Josemaría Escrivá, que insistía en el respeto a las opiniones contrarias y la convivencia «con plena fraternidad», sin enemistad, frialdad, indiferencia, rechazo, intolerancia o fanatismos, defendiendo la libertad individual de todos como condición para convivir, comprendiendo sus modos de pensar y las razones para ello, así como la legitimidad de perspectivas distintas –que admiten basarse en intereses particulares, preferencias culturales y experiencias peculiares–, sin imponer dogmas en cuestiones temporales, buscando ver cumplida la justicia en la sociedad (7).
Afirmaba San Juan Pablo II Magno que «No debemos temer a la verdad de nosotros mismos». Si bien lo decía en un contexto de profundidad espiritual, también es cierto, como dice Juan Fernando Sellés, que hoy «se teme a la verdad, y no sólo a las íntimas y trascendentes, sino a muchas otras, pero ese temor denota falta de amistad a ella». Refiriéndose en concreto a la verdad histórica potencialmente incómoda o reveladora de errores, el entonces cardenal Bergoglio también invitaba a no tenerle miedo: ocultar la verdad es quedarse corto en la creencia de Dios; reconocerla es ponerse al alcance de su misericordia (8).
La fuerte polarización que hoy se vive en Guatemala y el mundo no sólo hace rechazar al que piensa distinto. Eso es obvio. También nos hace buscar refugios y seguridades en quienes piensan como nosotros y, por lo mismo, ver con más sospecha las posibles «desviaciones» en que parezcan incurrir. Quizá porque, en el fondo, eso amenaza la ilusión de certeza que queremos construirnos. Pero eso no parece una buena receta para construir una sociedad libre ni, mucho menos, una actitud cristiana.
Acaso la polarización debamos verla no como una amenaza o una circunstancia lamentable de nuestra época, sino como una oportunidad singular para examinarnos y poner en práctica virtudes, incluyendo la honestidad intelectual nacida no sólo de una ética humana o académica, sino de la radical apertura a la verdad que debe caracterizar a quienes aspiran a llamarse discípulos de quien es Camino, Verdad y Vida.
Acaso sólo encarnando esas virtudes lograremos vencer ese nocivo clima de polarización e intransigencia que hoy dificulta tanto la convivencia social y la solución de problemas, muy reales y muy urgentes, del país.
Quizá sea esa una de las principales formas en que nuestra época nos llama a ser instrumentos y sembradores de paz.
Notas y referencias:
(1) Cfr. Horacio Cabezas Carcache, Gobernantes de Guatemala – Siglo XVI, p. 17-18.
(2) Cfr. cita en Cabezas Carcache, p. 17.
(3) Cfr. Ibid.
(4) 179 (177). Cfr. Cabezas Carcache, p. 25ss.
(5) 183 (181).
(6) Cfr., entre otros: https://bit.ly/3blYbbS, https://bit.ly/3GqKFC9, https://bit.ly/3CqE2gG.
(7) Cfr. Conversaciones, n. 67, 77, 98; Es Cristo que pasa, n. 52, 184; Las riquezas de la fe (ABC, Madrid, 2 de noviembre de 1969); Pilar Urbano, El hombre de Villa Tevere, Plaza & Janés, 2002, p. 275, 276, 277.
(8) Cfr. Jorge Mario Bergoglio y Abraham Skorka, Sobre el cielo y la tierra, Debate, 2013, p. 172-173.