Publicado originalmente en The Dispatch, el 1 de enero de 2023, traducido por Carroll Rios de Rodríguez
El legado intelectual de Benedicto XVI lo sobrevivirá largo tiempo
De todos los hombres que han ocupado la silla de san Pedro, Benedicto XVI seguramente se hace acreedor al rango de un gigante intelectual. Aún antes de convertirse en pontífice en 2005, ya poseía una formidable reputación como un pensador. Así fuera el tema del futuro de Europa o la relación entre la ética y la economía, Joseph Ratzinger ciertamente había escrito algo iluminador sobre el tema.
Esta erudición no se confinó a lo académico. Ya hace años perdí la cuenta del número de personas que he conocido, de todos los ámbitos de la vida, que me han dicho que, al leer uno o más de sus 86 libros y 471 artículos, habían alcanzado una mejor comprensión del cristianismo y un conocimiento más profundo de Jesús de Nazaret. En muchos casos, el resultado final fue la conversión al catolicismo.
Para Benedicto, el cristianismo no era una colección de ideas. En última instancia, trataba sobre la verdad acerca de la vida, la muerte y la resurrección de Jesucristo, y cómo estas revelan el profundo amor de Dios por la humanidad. No obstante, las ideas eran hondamente importantes para Ratzinger, pues a través de las palabras se comunica y se explica dicha verdad.
Benedicto también fue testigo, a lo largo de su vida, del poder de las ideas —para bien y para mal—. Creció bajo la dictadura del Nacional Socialismo en Alemania, y vio de primera mano cómo tanto mal puede fluir de unas ideas seriamente equivocadas. Después de la II Guerra Mundial, fue testigo de cómo las ideas marxistas legitimaron las tiranías comunistas a través de Europa Central y del Este, y finalmente condujeron a la locura que arrasó por las universidades y la cultura de Occidente en 1968, el precio de las cuales todavía estamos pagando.
Estos y otros eventos relacionados provocaron que Benedicto reflexionara por largo rato e intensamente sobre lo que había fallado en el mundo de las ideas. Hay muchas explicaciones, pero su trabajo siempre retornó al debate sobre la naturaleza y los fines de la razón.
Bajo las condiciones de la modernidad, la razón es invariablemente asociada con las diversas Ilustraciones. Muchos se sorprenden cuando yo les digo que Benedicto no era un tipo que reaccionó visceralmente en contra de la Ilustración. Una de las más grandes tergiversaciones de Ratzinger es que era esencialmente un reaccionario. Una hora o más empleada en examinar detenidamente sus escritos basta para desengañar a cualquiera de este mito.
Al contrario, Benedicto no se rehusaba a reconocer los logros de los diferentes pensadores de la Ilustración. Sus escritos reflejan una profunda apreciación por los matices de las varias Ilustraciones. En múltiples ocasiones, Benedicto cuidadosamente distinguió entre los movimientos de la Ilustración asociados, por ejemplo, con la Revolución Francesa, de aquellos que caracterizan la experiencia de la ilustración en la América de habla inglesa. La segunda, pensó, carecía de los impulsos anticristianos de la primera, y marcaba un quiebre bastante menos radical con las tradiciones más antiguas de Occidente. Aquí, escribió una vez Ratzinger, su pensamiento se alineó con el del pensador liberal francés del siglo XIX, Alexis de Tocqueville, a quien llamó «el gran pensador político».
Benedicto creía que el problema que confrontaba a la modernidad era que se arriesgaba a cerrar la razón al conocimiento de las cosas más allá de lo empírico y lo medible. En otras palabras, a pesar de todos sus logros en las ciencias naturales y sociales, el mundo moderno estaba asediado por una concepción innecesariamente estrecha de la razón.
Las ciencias modernas —las cuales señaló con frecuencia Benedicto— primero tomaron su forma contemporánea en la alta Edad Media, habían permitido a la humanidad ejercer una maestría sin paralelos sobre el mundo natural. Sin embargo, la racionalidad empírica no podía ni puede determinar cuáles usos de la tecnología son buenos y cuáles son malos. Ello requería otras formas de razonamiento: aquellas que nos proveen con un conocimiento sobre lo que es bueno, y cómo podemos tomar decisiones libres para el bien y jamás elegir el mal.
Esta pérdida del horizonte mayor de la razón tenía, enfatizó Benedicto, consecuencias serias para los ámbitos religiosos y seculares. En el mundo de la religión, argumentó, la disminución de la razón tendía a reducir el amor cristiano a un mero humanitarismo sentimental.
En la Iglesia Católica después del Concilio Vaticano II, esto se reflejó en la reducción de Jesús por muchos teólogos y por más de un puñado de sacerdotes, obispos y cardenales, a un tipo de oso de felpa celestial y terapéutico: uno que jamás nos corrige y que simplemente nos afirma, sin importar qué tan estúpidas o malvadas sean nuestras acciones.
Pasado cierto tiempo, es probable que nadie se tome a Dios en serio. La misma perspectiva también resulta en la reducción de la ética a una discusión sobre los sentimientos y las experiencias vividas, o, alternativamente, a una reducción al intento por determinar la moralidad de un acto midiendo todas las consecuencias buenas y malas del acto —como si tal cosa fuera cuantificable o hasta conocible con anticipación y de forma completa—.
Los resultados de la disminución de la razón han demostrado ser incluso más desastrosos para la sociedad en general. Han producido, por ejemplo, académicos que exaltan la importancia de la racionalidad científica, pero son incapaces de reconocer que las ciencias naturales descansan sobre axiomas de un carácter no científico —incluyendo el principio lógico de la no contradicción, y la verdad autoevidente de que el error debe evitarse y la verdad debe conocerse—.
Como le gustaba afirmar a Benedicto, las sociedades libres y plurales que carecen de una concepción robusta del razonamiento filosófico carecen de los medios para identificar verdades universales más allá de caprichos como «sea amable». La simple idea de que existen derechos naturales universales (un concepto que se remonta a Tomás de Aquino) que todos pueden aprehender a través de la razón, se convierte en una postura insostenible sin tal fundamento en la misma ley natural. Las preguntas sobre lo bueno y lo malo entonces se ven limitadas a la voluntad del más poderoso, ya sea en virtud de su disposición a emplear sus puños, o su habilidad para domar a la mayoría de los votantes en un período electoral. En tales circunstancias, las instituciones como el estado del derecho y los límites constitucionales al poder estatal parecen pintorescos —y a la larga, desechables—.
Gran parte del pensamiento de Benedicto —ya sea como pontífice, o prefecto para la Congregación de la Doctrina de la Fe durante el pontificado de Juan Pablo II, o como teólogo— se dedicó a desmenuzar estos problemas. Ayudó a producir, por ejemplo, una de las encíclicas papales más importantes del siglo XX, la Veritatis Splendor de Juan Pablo II. Entre otras cosas, aquí se reafirmaron contundentemente las antiguas enseñanzas de la Iglesia Católica según las cuales existen ciertos actos (asesinato, mentira, robo, etc.) que la razón misma nos indica que jamás deben ser elegidas, sin importar las circunstancias ni las intenciones de quien elige. Otra fue la creciente insistencia, más famosamente capturada en el famoso discurso de Ratzinger de 2005 sobre la «dictadura del relativismo», según la cual creer que toda moralidad es esencialmente relativa abre el camino hacia la tiranía de los fuertes sobre los débiles.
Los esfuerzos de Benedicto por rehabilitar dentro de la iglesia y la sociedad esta concepción más ancha de la razón se cohesionó finalmente alrededor de un punto central: uno que el cristianismo ortodoxo (con «o» minúscula) siempre ha subrayado pero que, de tiempo en tiempo, pierde de vista. Esta es la idea de Dios como Logos.
Nuestra posesión de la razón reiteró Benedicto, reflejó el hecho de que los hombres y las mujeres somos hechos, como afirma el libro de Génesis, en imago Dei: en la imagen del mismo Dios que se identifica en la primera oración del Evangelio de Juan como el Logos —la Razón Divina—. Para Benedicto, el Logos no era un postulado metafísico abstracto. Jesús era el Logos que se hizo carne y murió por nosotros: era el Dios razonable quien se alzó al principio de los tiempos y quien se introdujo directamente en la historia humana.
Esto no solo significa que el Dios cristiano es completamente distinto de las deidades desagradables, volubles y egoístas del mundo pagano, que abusan y usan a los mortales a su antojo. En cambio, el Dios del Amor es también el Dios que personifica la Razón: el Logos que, «en el principio», infundió el orden en el universo y otorgó a la mente humana la habilidad para conocer gran parte del orden bajo su propia voluntad. La sensatez innata de este mismo Dios también significó que su amor no podría jamás ser corrompido en sentimentalismo.
El énfasis que puso Benedicto en la razón no debe interpretarse como una sugerencia de que él era alguna especie de racionalista. Por una parte, él sabía bien que el hombre no es Dios; ergo, el poder de nuestras mentes jamás puede exceder el de Logos.
Pero Benedicto también encontró consuelo en la fe de quienes llamó las personas sin complicaciones: aquellos que quizás no tenían doctorados en teología pero que creían que Jesús de Nazaret era precisamente quien Él dijo que era, y quienes confiaban en los testigos que dieron fe de las obras y el trabajo de Cristo, y quienes encontraron felicidad y esperanza en este conocimiento. Muchas de esas personas, afirmó Benedicto, eran santos que caminaron entre nosotros, sin reconocimiento y con frecuencia desconocidos en el aquí y el ahora; su luz completa será evidente en el próximo mundo.
En los evangelios cristianos, la palabra «luz» suele fungir como un sinónimo de la verdad, del intelecto y de la inteligibilidad de Dios. Es un recordatorio de un punto que hizo Benedicto en su Testamento Espiritual, dado a conocer el día de su muerte: que, «de la maraña de hipótesis», podemos confiar en «la razonabilidad de la fe».
Que podamos efectivamente tener tal confianza, creo yo, será el más importante y duradero mensaje legado por el papa de la razón a la iglesia y al mundo, que dolorosamente lo necesitan.