Ante la vinculación del Procurador de los Derechos Humanos de Guatemala con una manifestación pretendidamente feminista el pasado 8 de marzo, quiero reflexionar sobre un tema que se puso a debate, y que atañe a los tópicos que trabajamos en el Instituto Fe y Libertad.
Advierto que esta no es una opinión más sobre ese hecho. Ya una marejada ha sido vertida. Este texto es un aporte a una distinción que me parece imperativa de hacer si hemos de vivir en una sociedad libre y pluralista, pero también respetuosa y vivible. Tal distinción se refiere a dos términos relacionados pero que no son intercambiables: laicidad y laicismo.
¿Qué tiene de malo una manifestación feminista que hace mofa de tradiciones católicas? ¿Acaso no hay libertad de expresión en Guatemala? ¿No es este un país laico?, dicen. Claro que lo es. Pero “laico” es el adjetivo del sustantivo “laicidad”, que significa ‘sana separación entre Iglesia y Estado’. Separación no es animosidad.
De hecho, cuando hay animosidad, es decir, cuando el Estado se muestra hostil o perseguidor de la Iglesia —entendida bajo este término cualquier confesión religiosa—, estamos ante una arremetida laicista. “Laicista” es el adjetivo del sustantivo “laicismo”, que significa ‘inquina antirreligiosa’. El régimen de Plutarco Elías Calles en México en los años 20 es un ejemplo de gobierno laicista.
Ahora bien, el laicismo no solo se encauza por la vía gubernamental, sino también y principalmente en nuestros días, por la vía cultural. Odio y desprecio a la tradición judeocristiana se disfrazan de libertad de expresión o de manifestación artística. Nótese que no hablo de hostilidad a “la religión”, así en general, sino de judaísmo y de cristianismo, pues la virulencia laicista en Occidente hoy se dirige a estos dos. Y la bufonada del 8 de marzo en la Plaza de la Constitución fue precisamente eso: una agresión laicista al cristianismo católico, no una manifestación laica de ciudadanas.
Es verdad que ni la vulgaridad es delito ni la ordinariez un crimen. Es verdad que la condición humana de quienes hacen exhibiciones soeces en nombre de un pretendido feminismo, exige no reducirlas a majaderías puntuales. Es verdad que el Procurador de los Derechos Humanos, quien al parecer jaleó la mofa, tiene el derecho de suscribir a título personal la ideología de género o cualquier otra.
Pero también es verdad que una sociedad pluralista, para serlo, debe exhibir tolerancia, esa virtud societaria que requiere que no juzguemos a los demás tomándonos nosotros mismos como modelo. Denigrar las creencias religiosas de otros porque uno no las tiene, es profundamente intolerante. De ahí que ningún dignatario público deba jamás acuerpar abierta ni veladamente mezquindades laicistas, como la burla pública por unos de las expresiones de fe de otros.
Permítanme, por ello, subrayar la importancia de dos cosas. Una, que nos eduquemos en civismo, seamos o no creyentes. Y otra, que exijamos de todos los funcionarios el mínimo de sensibilidad cívica. Distinguir laicidad de laicismo es un buen comienzo.