Razón, fe y la lucha por la civilización occidental

por | Blog Fe y Libertad

Ago 21, 2017

Las opiniones expresadas en este espacio no necesariamente reflejan la postura del Instituto Fe y Libertad y son responsabilidad expresa del autor.
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El siguiente artículo fue escrito originalmente en inglés por el Dr. Samuel Gregg, publicado en The Public Discourse de The Witherspoon Institute el 14 de agosto del 2017.  Publicación original.

Traducción de Carroll Rios de Rodríguez | [email protected]  

La elocuente defensa de la civilización occidental hecha por el presidente Trump en su discurso dictado en Varsovia en julio del 2017 constituyó un recordatorio agudo de que un preocupante rasgo de nuestra era es el repetido ataque a la mera idea de Occidente. Esto es vívidamente manifestado en el uso sin tregua de la violencia física por los yihadistas, decididos a aterrorizarnos hasta el punto de la resignación, primero, y posteriormente, la sumisión.

Por otra parte, no hay escasez de esfuerzos para desmantelar la cultura occidental desde dentro. Algunas veces esto ocurre al resaltar los males reales cometidos por occidentales, tales como la esclavitud, mientras estudiosamente se ignora o denigra los impresionantes logros de Occidente. En otras ocasiones, las raíces más profundas de Occidente son condenadas como inherentemente opresivas, o rezagos pesados, legados por hombres blancos, muertos y logocéntricos.

Un efecto de estos ataques es que nos obligan a aclarar aquello que es central a la cultura occidental. Obviamente, la civilización occidental no se circunscribe principalmente a la geografía. ¿Sugeriría alguien que un país en el hemisferio sur, tal como Australia o el estado de Medio Oriente, Israel, no son parte de Occidente porque su ubicación dista de América del Norte y Europa?

Nos mudamos a terreno más firme cuando empezamos a listar los logros que solo pueden ser descritos como productos de Occidente. Ninguno designaría como representativos de las culturas japonesa, persa, o tibetana, productos como la regla de Benedicto, la Magna Carta, el David de Miguel Ángel, la Misa de coronación de Mozart, las Gorgias de Platón, La riqueza de las naciones de Adam Smith, el Corpus Juris Civilis de Justiniano, el Monticello de Jefferson, o la obra Ricardo III de Shakespeare. De igual forma, ¿alguien se atreverá a cuestionar que ideas tales como el Estado de derecho, el gobierno limitado y la distinción entre los reinos espirituales y temporales, fueron desarrolladas y recibieron su más plena expresión en sociedades occidentales, y no así en las culturas javanesa o árabe?

Estas cosas, sin embargo, son esencialmente derivadas. Proceden de compromisos filosóficos y religiosos sin los cuales el Occidente, tal y como ahora lo conocemos, jamás se podría haber desarrollado. Cuando estos fundamentos se sacuden, no debe sorprendernos que todo lo que se construye sobre ellos empiece a tambalearse.

La razón como la raíz de la libertad y la justicia

Quizás el primer ladrillo de la construcción que viene a la mente cuando consideramos las raíces de Occidente es el compromiso con la búsqueda razonable de la verdad. La razón es operativa en todas las sociedades, porque es una de las características que definen al hombre. Sin embargo, está cosido en el tejido mismo de Occidente ese énfasis sobre la habilidad que poseen nuestras mentes para aprehender la realidad, y no solamente las potencialidades y realidades empíricas, sino también las verdades filosóficas y religiosas.

Considere el pensamiento socrático, la cuidadosa aclaración de varias relaciones legales contenidas en la ley romana, o el intento de específicos pensadores del Renacimiento de aplicar el método científico. Cada uno de éstos constituyó un esfuerzo explícito para comprender y dar forma a aspectos de la realidad, así como para distinguir cuáles son escogencias racionales, buenas y correctas, y cuáles no lo son. Ellos también ayudaron a facilitar los hábitos intelectuales sabios y sociales: una cautela respecto de la superstición y un deseo de evitar el error, tanto como una preocupación por relaciones justas, una sospecha del poder arbitrario, y un apego a la libertad. 

Ciertamente, encontramos rasgos de estas ideas en otras culturas, aunque podría decirse que no en formas tan sofisticadas y consistentes. Estas características también tomaron siglos para desarrollarse como ingredientes clave de las sociedades Occidentales, y no sin la prueba y el error. No obstante, ha sido fácilmente detectable la proposición según la cual la razón misma está intrínsecamente conectada con la libertad, la justicia y el bien, por lo menos desde que Sócrates rehusó obedecer a la oligarquía ateniense y declinó participar en el arresto y la injusta ejecución de León de Salamis. 

Aún los monarcas absolutistas europeos generalmente buscaban evitar ser considerados como actores arbitrarios. El gobierno arbitrario, tal y como lo comprendieron, era ampliamente concebido como una transgresión contra las exigencias de la justicia y la razón, la cual arriesgaba una resistencia, tal y como descubrió Carlos I de Inglaterra. Los mismos criterios nos permiten identificar los regímenes comunistas o nacional- socialistas como antitéticos a la cultura occidental, precisamente porque ellos subordinaron la libertad y la justicia a los caprichos de «la dictadura del proletariado» o de «la raza superior».  Mas ni la libertad ni la justicia ha sido reducida, en Occidente, a la eliminación de la coerción injusta. La razón misma nos permitió saber que podemos transformar no sólo el mundo a nuestro alrededor, sino a nosotros mismos, en la dirección que la razón identifica como buena y correcta para los seres humanos. Los pensadores occidentales, desde Aristóteles hasta Alexander Hamilton, han largamente sostenido que existe una diferencia real entre escoger pasarse la vida fumando mariguana en el centro de Ámsterdam, y usar la libertad propia para mejorar el orden político, legal y económico.

Dicho de otra forma, la civilización es la que enfatiza aquello que el teólogo Servais Pinckaers ha llamado la libertad para la excelencia. La idea más plena de libertad en el Occidente es, por tanto, aquella que el autor de El declive y la caída del imperio romano, Edward Gibbon, llamó «libertad racional»: un estado en el cual nuestras pasiones son gobernadas por la razón.

La religión y el Dios razonable

En tanto la adhesión a un concepto completo de la razón es integral a la cultura occidental y ha ayudado a universalizar sus logros, existe otra dimensión de esta civilización de la cual el Occidente no puede prescindir si quiere retener su identidad distintiva.

Sin rodeos, de no ser por el judaísmo y el cristianismo, no habría Ambrosio de Milán, Benedicto, Aquino, Maimónides, Hildegard de Bingen, Isaac Abravanel, Tomás Moro, Isabel de Hungría, Juan Calvino, Ignacio de Loyola, Hugo Grocio, John Witherspoon, William Wilberforce, Søren Kierkegaard, Fiódor Dostoievski, C. S. Lewis, Edith Stein, Elizabeth Anscombe, Joseph Ratzinger, revolución gregoriana, reforma, Oxford, Harvard, La vocación de Mateo de Caravaggio, La pasión según san Juan de Bach, La ciudad de Dios de Agustín, La divina comedia de Dante, Los pensamientos de Pascal, Santa Sofía, Mont Saint-Michel, la Catedral de San Pablo en Londres, el Duomo en Florencia, o la Gran Sinagoga en Roma.

También es más difícil imaginar que se deslegitimaría la esclavitud, se afirmaría la esencial igualdad del hombre y la mujer, o se desdeificaría al Estado y al mundo natural, sin la visión de Dios articulada primero por el judaísmo y luego infundida a la médula ósea del Occidente por el cristianismo.

En resumen, la respuesta a la famosa pregunta de Tertuliano —«¿Qué tiene que ver Atenas con Jerusalén?»— es «todo». Esto no se debe simplemente al hecho de que las figuras distintivamente occidentales, la arquitectura, la música y los libros estén íntimamente asociados con el judaísmo y el cristianismo. Como argumentó el filósofo y teólogo francés, Claude Tresmontant, en Los orígenes de la filosofía cristiana (1962):

«Cuando los profetas de Israel amargamente recriminan la idolatría pagana, están haciendo algo estrictamente racional. Cuando se rehúsan a sacrificar niños humanos a los ídolos o a los mitos, llevan a cabo el trabajo de aplicar la razón a lo concerniente a la conducta humana práctica . . . La inspiración que nos condujo a esta revolución intelectual…no es algo dictado desde afuera, a través de un instrumento humano. Es una revolución que se labra desde adentro y que comienza a crear una humanidad nueva, sagrada y razonable».

En este y otros libros, Tresmontant demostró que las Escrituras hebreas contenían un informe impresionantemente claro de (1) la capacidad de la razón humana para comprender la verdad moral y material, (2) la realidad del libre albedrío, y (3) el diseño y la causalidad que permea el mundo. Es más, como John Finnis ha subrayado, estas proposiciones bíblicas fueron articuladas siglos antes de que unos griegos arribaran a conclusiones similares, aunque menos claras.

La noción según la cual todos los humanos somos iguales por el hecho de ser humanos, y que por tanto no existen los subhumanos o los superhumanos, adquirió una fuerza única gracias al énfasis del judaísmo y del cristianismo respecto de la creación de todos los seres humanos a imago Dei. De igual forma, la libertad en el sentido que Dios permite al hombre seguir su propio consejo y lo exhorta a optar por trascender la mediocridad, está detallada en textos que van desde Sirach 15:14 hasta Gálatas 5:11. El Génesis llama a los seres humanos a desplegar la potencialidad contenida en el acto creativo original de Dios, mediante su inteligencia y su trabajo, animó perspectivas positivas de la creatividad humana y una impaciencia con la pasividad.

Estos discernimientos se amarran debido a la insistencia, en la Biblia, que el hombre no es Dios y es susceptible de usar su razón en formas erradas y destructivas. Esto se refuerza en el acento occidental sobre la limitación al poder estatal, y creó una resistencia a los impulsos utópicos que periódicamente asoman sus cabezas. 

Todo esto se afianza en la afirmación del judaísmo y del cristianismo, según la cual la naturaleza verdadera de Dios no es revelada por creencias que suponen la nada como iluminación, ni por religiones pobladas por los dioses frívolos, demasiado humanos, de Roma y Grecia, ni por los credos que nos mandan actuar ilógicamente. En vez de eso, encontramos a un Dios que es el Dios del Amor, pero adicionalmente es la Razón Divina, aseverando que, al principio de todo lo creado, no hubo caos. En su lugar, encontramos Logos.

Un Occidente sin Logos

Yo sugiero que la civilización occidental no puede evitar decaer una vez prescinde de la confianza en la verdad de Dios comprendido de esta forma. Hoy, por ejemplo, la emotividad y el reclamo de sentimientos heridos son armas que acaban con la discusión en las culturas élites y populares, sobre tópicos que van desde el matrimonio hasta la inmigración. Este eclipse de la razón se ha acompañado de un ascenso del cientifismo, que inevitablemente ocurre tras separar al método empírico de las premisas filosóficas preempíricas sobre las cuales descansa.

¿Es una coincidencia que tales sucesos corran paralelos al deterioro de muchos de los enunciados del cristianismo ortodoxo? Pienso que no. Edward Gibbon famosamente asoció la caída del Imperio romano con la emergencia del cristianismo. En partes de Occidente hoy, sin embargo, podemos ver lo que sucede cuando comienzan a establecerse el ateísmo práctico y el escepticismo, así como otras formas de judaísmo y de cristianismo que han abandonado los reclamos centrales sobre la verdadera naturaleza de Dios y del hombre.

Empezamos, por ejemplo, a subordinar verdades científicas básicas sobre las mujeres y los hombres a la mentira de la ideología de género. Otros empiezan a reasignar características divinas al ambiente. La facilidad para remover barreras legales al uso de la fuerza letal contra los no-nacidos, los enfermos y los humanos ancianos se disemina cada vez más. Los esquemas utópicos económicos que supuestamente serán obtenidos a través del Estado se tornan populares. Una preocupación por la libertad colapsa frente a la promoción, una vez más, a través de la intervención estatal, del libertinaje. Tomadas en su conjunto, estas tendencias suman algo diametralmente opuesto a la civilización occidental; es decir, el barbarismo. El propósito central del judaísmo y del cristianismo no es, por supuesto, promover la cultura. Esto también sería subordinar a las religiones al logro de otros fines. Habiendo dicho eso, de la misma forma que el Occidente emergió decididamente con el auge del cristianismo, así mismo la sustitución gradual del cristianismo por facsímiles pálidos tales como la religión progresista, o por antagonistas declarados como el materialismo filosófico, tiene graves consecuencias para la misma cultura. 

¿Deben las personas ser fieles judíos o cristianos ortodoxos para afirmar los logros de la civilización occidental? No. Hay agnósticos y ateos descritos por el difunto Michael Novak como «secularistas sonrientes». Aunque no aceptan las bases religiosas del judaísmo y del cristianismo, no tienen duda alguna que estas creencias jugaron un rol indispensable en el crecimiento de la cultura occidental.

Una discusión desvergonzada y la afirmación de esta contribución es un buen punto de partida para que los creyentes y los no-creyentes puedan, sin distingo, redescubrir y reafirmar estas verdades, sin las cuales, me temo, el Occidente eventualmente se desconocerá a sí mismo.



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