¿Puede la religión servir como fundamento para una sociedad libre?

por | Blog Fe y Libertad

Ene 5, 2017

Las opiniones expresadas en este espacio no necesariamente reflejan la postura del Instituto Fe y Libertad y son responsabilidad expresa del autor.
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El siguiente artículo fue escrito originalmente en inglés por el Dr. Samuel Gregg, director de investigaciones del Acton Institute para la reunión de la Mont Pelerin Society en septiembre 2016.

Traducción de Carroll Rios de Rodríguez

No exagero cuando afirmo que una ortodoxia entre muchos liberales modernos es que la religión —específicamente esas religiones que encarnan reclamos decididamente no relativistas sobre la naturaleza de Dios (o de los dioses), el hombre, la moralidad y la sociedad— deben ser contemplados con sospecha. El finado John Rawls, por ejemplo, se empeñó en afirmar que la totalidad del «contenido y tono» de su idea de justicia estaba «influenciada» por «la obsesión sobre» las «interminables opresiones y crueldades del poder estatal y la inquisición utilizadas para apuntalar la unidad cristiana, empezando tan temprano como San Agustín y extendiéndose hasta el siglo XVIII» (1). Tales narrativas sostienen que las religiones monoteístas, particularmente el cristianismo, son el gran problema que el liberalismo viene a solventar. 

Dejando de lado las aseveraciones históricas, frecuentemente dudosas, así como las mitologías descaradas que informan gran parte de la reflexión académica y popular sobre estos temas, muchas de las cuales han sido desmentidas en décadas más recientes por investigadores que van desde Rodney Stark hasta Henry Kamen y Darío Fernández-Morera (2), entre las premisas de este tipo de liberalismo encontramos uno o más de los siguientes supuestos, a veces tácitos:

 1. La religión y la razón son generalmente incompatibles.

2. En el interés de transitar pacíficamente a un mejor mundo que nos será revelado por las ciencias sociales y empíricas, positivistas y modernas, debemos acordar una muestra de respeto a la religión, la cual es esencialmente un avatar histórico, hasta que esta desaparezca.

3. La libertad se ocupa esencialmente de la satisfacción de los deseos de los individuos, entendidos en un sentido epicúreo. Esto implica que debemos limitar dramáticamente la influencia privada y pública de cualquier religión que sugiere que la auténtica libertad involucra la voluntaria conformidad de la persona con las verdades morales conocibles por la razón, que además reciben confirmación de lo que la religión concibe como la revelación de una deidad. 

Cada una de estas posturas están abiertas a significativas objeciones. Algunas religiones se toman muy en serio la razón, ya sea en la forma de la teología natural, o porque confían que la razón natural es capaz de conocer la verdad moral y por tanto es capaz de discernir cómo hacer el bien y evitar el mal. En cuanto a la ecuación de la libertad con la satisfacción de deseos, esta descansa sobre una buena dosis de la naturaleza de la razón y la voluntad humana, que van desde el epicureísmo hasta el utilitarismo y el escepticismo, que en sí mismos son también bastante discutibles.

Tampoco resulta convincente la tesis según la cual la religión está desapareciendo. Aunque partes de Occidente se han vuelto aparentemente menos religiosas durante el último siglo, son la excepción en vez de la regla. Aún en Europa, el grado de secularización (entendido como el apartarse de las creencias religiosas y del involucramiento en instituciones religiosas) es posiblemente exagerado y está más arraigado en unos ambientes europeos que en otros. (3)

Tras redactar un obituario para Dios en 1999, The Economist revirtió el rumbo siete años más tarde cuanto intentó explicar por qué la religiosidad iba en aumento —tanto así que el entonces editor en jefe y uno de los reporteros titulares de la revista escribieron un libro entero al respecto— (4). De igual forma, el sociólogo Peter Berger ha producido una considerable evidencia ilustrando lo que él denomina como la «des-secularización» del mundo (5). En simples términos, el mundo se está volviendo más religioso. No hay razón para asumir que la modernización o la globalización automáticamente conduzcan a sociedades menos religiosas.

Otro factor a considerar es que las sociedades pueden moverse, en períodos muy cortos de tiempo, de parecer indiferente hacia la religión, a ser más abiertamente religiosos. Un tono marcadamente hedonista pareció caracterizar a Inglaterra a finales de su era georgiana, pero no obstante la sociedad ya había empezado a desplazarse hacia la religiosidad antes del fin del reinado de Jorge IV, con el consecuente desenlace que grandes partes de las sociedades inglesas, escocesas e irlandesas se volvieron continuamente más religiosas desde la década de 1830 en adelante, hasta que estalló la I Guerra Mundial (6). Similarmente, las agendas nacionalistas-seculares y modernizantes-socialistas que influyeron en muchas naciones árabes a partir de mediados del siglo XIX en adelante, han sido totalmente eclipsadas por abiertas expresiones de compromiso con el islam.

La pregunta, sin embargo, que se me pidió responder es si la religión puede servir como una base para una sociedad libre. La respuesta puede ser expresada en una palabra: «depende». Entre otras cosas, «depende» de asuntos como (1) qué entendemos por «religión», (2) qué entendemos por «sociedad libre», y (3) qué religión tenemos en mente.

Aún entre quienes estamos a favor de una sociedad libre, existen, como Max Hartwell ilustró en su Historia de la Sociedad Mont Pelerin (1995), «opiniones divergentes sobre lo que constituye una sociedad libre» (7).  Por ende, en el espíritu de lo que Hartwell llamó el «liberalismo de la Mont Pelerin», la sociedad libre será entendida en términos de lo que Hartwell describe como «la creencia en una civilización libre, aunada a una preocupación acerca de la coerción gubernamental y de las creencias y confusiones dominantes que conducen a las políticas públicas en una dirección totalitaria». (8)

En lo que respecta a la religión y la sociedad libre, este trabajo no sugiere que «la religión» es o no es generalmente compatible con «la sociedad libre». Tampoco argumenta que «la religión» es o no es un fundamento esencial para la libertad. En cambio, intenta delinear algunos criterios por medio de los cuales podemos considerar si una dada religión podría dar sustento al crecimiento y al desarrollo de sociedades libres dentro de las cuales la coerción injusta es minimizada. Digo dar «sustento» porque lo que sustenta, provee fundamento. Ser un observador pasivo, o inocuo, es algo levemente diferente. Estos criterios, que no son exhaustivos bajo ningún punto de vista,  son:

  1. cómo comprende la religión a la Divinidad;
  2. cómo concibe la religión a la razón y el libre albedrío; y
  3. cómo concibe la religión al Estado, especialmente su enfoque acerca del constitucionalismo, entendido no simplemente como un mapa del poder sino como arreglos que imponen límites al ejercicio del poder y garantizan las libertades básicas. (9)

¿Qué es «religión»?

Antes de considerar estos asuntos, debemos definir «religión» (10). Un punto de partida es preguntarnos qué distingue a las convicciones religiosas de, por ejemplo, las creencias filosóficas y políticas. Contrario a lo que se propone frecuentemente, la diferencia no se encuentra en la común afirmación que la religión (o la fe) debe de contraponerse a la razón. Tales distinciones tienden a asumir que la fe religiosa es por definición irracional. Pero el hecho de que algo no pueda ser completamente explicado por la razón humana, sin ayuda, no significa que no es, o no existe, o que es falso. Uno puede además argüir que si la existencia de las leyes de la naturaleza dependen de la inteligencia creativa de un ser que no está limitado por la mera potencialidad, siendo esta proposición, hablando lógicamente, no poco razonable, entonces tampoco es irracional ni supera la razón anticipar que la historia de la humanidad podría abarcar una comunicación entre ese Creador inteligente o esa Primera Causa no causada para los seres racionales creados: comunicaciones que en sí mismas pueden ir más allá o contrariar las leyes de la naturaleza. (11)

Si falla el contraste religión-razón, entonces quizás la religión podría entenderse mejor como un asunto cultural. En cierto sentido, es apropiado, por cuanto todas las religiones contienen y son fuente de formas de proceder, prácticas distintas, protocolos, instituciones y el uso de símbolos. Casi todas abrazan una memoria colectiva. Algunas religiones (especialmente aquellas con fuertes dimensiones tribales o folklóricas) y muchos de sus adherentes podrían inclusive considerar que esas cosas son más importantes que las mismas creencias y las doctrinas de la religión.

Sin embargo, la mayoría de religiones claramente hacen demandas sobre sus fieles que están por encima de lo que exigen cualquier número de asociaciones culturales, clubes, universidades, o partidos políticos. Las religiones se ven a sí mismas como más que solo un grupo de personas con ideas parecidas haciendo cosas parecidas y emprendiendo particulares actividades a través de un período de tiempo. En el caso de la mayoría de religiones, todos estos rituales, costumbres y expectativas se derivan de algo distinto y más fundamental que, por ejemplo, una apreciación compartida por el arte o una conciencia de lazos étnicos comunes.

Lo anterior se evidencia cuando nos preguntamos qué diferencia a la religión de todas las demás formaciones culturales. En última instancia, se puede sugerir, la religión y la creencia religiosa se definen mejor en términos de la búsqueda personal por, y las conclusiones alcanzadas con relación a, la verdad de lo trascendente. La palabra «religión» en sí deriva del latín religionem. A grandes rasgos, esto aludía a la reverencia por los dioses, el respeto por lo sagrado y por los lazos entre el hombre y los dioses. En varios escritos, atribuidos a autores que van desde paganos como Cicerón hasta cristianos como Agustín, dicha reverencia, respeto y lazos son claramente vistos como insinuando que uno vive una vida alineada con el conocimiento de la verdad sobre tales cosas. En este sentido, la religión está directamente preocupada por la verdad sobre lo divino (incluyendo la pregunta de si hay o no una divinidad) y el significado de esa verdad para las escogencias y las acciones humanas, de una forma que, por ejemplo, las creencias políticas, las convicciones ideológicas, y otras formas de organización humana no lo están. (12)

Semejante comprensión de la «religión» no requiere que la mente asienta a una dada afirmación específica de la religión. Un ateo es aquel que presuntamente analizó unas afirmaciones religiosas, pero no se convenció que estas encarnaran la revelación divina, ni tampoco aceptó los argumentos para la existencia de una divinidad, que la religión ha hecho y continúa haciendo sobre la base de la razón sin ayuda de la revelación. Pero lo que el ateo o el agnóstico pueden compartir con el creyente, es su entendimiento del punto de (1) considerar si hay una fuente última del bien y del sentido, (2) usar mi razón para discernir la verdad respecto de la cuestión, y (3) luego buscar ordenar mis escogencias y acciones sobre la base de mis juicios sobre tales asuntos. Lo que está en juego es el conocimiento de la verdad y mi habilidad para organizar mi vida sobre la base de la verdad, consistente con la libertad de otras personas para hacer lo mismo. (13)

¿Quién es Dios?

Si la religión esencialmente se ocupa de la verdad sobre lo trascendente, las preguntas que se siguen inmediatamente después son: «¿Quién es o quiénes son estos seres trascendentes?» y «¿cuál es su naturaleza?». En los debates públicos por todo el mundo occidental, existe una tendencia a tratar por igual a todas las religiones, a considerar que todas las tradiciones religiosas son fenómenos sociológicos y culturales infinitamente adaptables, y a ver a sus autoridades religiosas respectivas como el equivalente de los políticos temporales. En muchos casos, el resultado es ignorar una de las más importantes fuerzas que opera dentro de una dada religión: su comprensión de la Divinidad. Esto importa, porque la capacidad de la religión para fundamentar una sociedad libre depende de si su tradición teológica dominante (contrastada con versiones más marginales) comprende lo divino como una encarnación de características particulares, tales como el Logos (la Razón Divina) o Voluntas (la Voluntad Divina).

El cristianismo —por lo menos en sus expresiones ortodoxas— se considera a sí mismo, por ejemplo, como la exposición de una revelación pública, en el sentido de una comunicación por parte de lo divino hacia los seres humanos. Dicha comunicación se ha desarrollado a lo largo del tiempo, en la forma de eventos históricos específicos; hubo testigos de los hechos concretos y estos fueron registrados, y posteriormente expuestos a otros para su asentimiento libre. El cristianismo concibe a su divinidad como un ser racional («En el principio era el λόγος» [Logos]) (14) del cual se deriva, en última instancia, la razón humana. Se sigue que la razón humana pueda llegar a comprender bastante sobre este Logos, incluso con independencia de la revelación específica, a través de la materia de la teología natural.

Algunas religiones se preocupan menos por la razón, o simplemente dicen poco al respecto. En algunas religiones, Dios es comprendido principalmente como una Voluntas que opera por encima de la razón, o en otra esfera. Las antiguas religiones paganas, por ejemplo, representaban a las deidades como seres voluntariosos, caprichosos, que se inmiscuían en los asuntos de los humanos, movidos más por su deseo de divertirse ellos mismos, hedonísticamente, que por cualquier preocupación racional respecto del bienestar de las criaturas mortales. Los cristianos hasta acuñaron la palabra «pagano», del latín pagus (habitante del área rural) para transmitir la idea de los paganos como campesinos simplones, por cuanto su adherencia a las creencias religiosas precristianas eran vistas como características de una mentalidad cerrada y provincial, y reflejo de una comprensión irracional de lo divino, de la humanidad y del universo en su totalidad.

La importancia de tales asuntos trasciende la especulación intelectual. Y es que cómo comprendemos la naturaleza de Dios tiene implicaciones para nuestra capacidad de juzgar como insensatas las elecciones y las acciones humanas particulares. Si es el caso que una dada religión (1) entiende que Dios es esencialmente un ser racional, (2) sostiene que esta Divinidad racional existió al principio del universo y es la fuente última de la causalidad, (3) considera que Dios concedió al hombre la luz de la razón y (4) sostiene que, por ende, la razón humana se presta al conocimiento de tal Divinidad, entonces tal Dios presuntamente esperará que sus seguidores  también se conduzcan razonablemente: o en otras palabras, de una forma no arbitraria. Un compromiso con la sensatez y el comportamiento no arbitrario es central para instituciones clave en la sociedad libre, más notablemente el Estado de Derecho y un gobierno limitado por una constitución. De otra parte, si la razón simplemente no es parte de la concepción de la naturaleza divina de una religión, entonces ese Dios sí puede ordenar a sus seguidores a tomar decisiones insensatas. Eso no augura bien para el respeto por la sensatez que es central a los principios y las operaciones del orden liberal constitucional.

O, para enfocarlo desde otro ángulo: la habilidad que tiene una religión para apoyar algo como la libertad económica dependerá de si considera que la Divinidad es un ser creativo que actúa deliberadamente y que, como parte de la realización de dicho propósito, ha consecuentemente dotado al hombre de poderes creativos mediante los cuales le es posible llevar a cabo la plenitud del acto creativo original. Este es el significado original de la palabra secularización

La palabra «secular» fue acuñada por los cristianos latinos para abarcar la noción de aquello que no es divino pero que involucra la creciente comprensión del hombre acerca de, y el control sobre, aspectos del mundo que antes permanecieron relativamente inaccesibles a la ciencia y tecnología humana. Muchas religiones, tales como las versiones ortodoxas del judaísmo y del cristianismo, de hecho promovían la «secularización» de este tipo, al insistir en la trascendencia de Dios y la inteligibilidad de la creación. Esto facilita la exploración asociada con las ciencias naturales y por tanto estimula el desarrollo tecnológico (15).  Como escribió el anterior rabino principal de Gran Bretaña, Lord Sacks, «una de las revoluciones del pensamiento bíblico fue desmitificar (…) la naturaleza. Por primera vez, las personas podían ver las condiciones del mundo no solo como algo inmutable, sacrosanto y envuelto en misterio, sino como algo que podía ser racionalmente comprendido y mejorado» (16).  En contraste, las religiones paganas no veían a los humanos como «cocreadores» trabajando para desplegar una creación aún incompleta en el contexto de la historia de la humanidad. Esta es una razón por la cual los griegos y los romanos, a diferencia de los judíos, consideraban que el trabajo manual y comercial (en contraposición a la política y la guerra) era responsabilidad de esclavos, mujeres y otros no-ciudadanos.

Religión, razón y fideísmo

Esta discusión sobre cómo la religión comprende la naturaleza de Dios indica un segundo criterio de importancia cuando consideramos si una religión cualquiera puede servir como fundamento para las sociedades libres. Ello concierne su conceptualización de la razón y el libre albedrío. Por esta razón, yo no me refiero sencillamente a la razón instrumental, es decir, a aquella que nos permite comprender cómo hacer X. En cambio, me refiero a una visión más expansiva de la razón (intellectus) en el sentido de la capacidad que tiene la mente para identificar razones sensatas de por qué deberíamos elegir X como una vía de acción razonable y bueno, y de por qué deberíamos identificar a Y como una vía de acción insensata. 

Como mencioné, algunas religiones tienen en «alta» estima la razón. Los primeros filósofos y teólogos cristianos, por ejemplo, comprendieron el significado de la vigorosa reafirmación del Decálogo por parte de Jesús de Nazaret, así como la insistencia de San Pablo, en la Carta a los Romanos, sobre la razón humana posibilitando a las personas conocer las mismas verdades de la moralidad sin referencia directa a la Revelación. Tan temprano como el segundo siglo, diversas figuras, desde Ireneo hasta Justino el Mártir y Teófilo de Antioquía, identificaban los mandamientos del Decálogo como preceptos de la ley natural que Dios concedió a los hombres como intrínsecos a su naturaleza: preceptos dignos de hombres hechos libres, y comunes a todos —naturalia el liberala et communia ómnium, como escribió Ireneo—. (17)

A través de los siglos, los teólogos cristianos han aplicado el razonamiento de la ley natural a muchos temas: las relaciones internacionales; la naturaleza del dinero y el capital; el origen y los límites del gobierno; cuestionamientos sobre la guerra y la paz; cómo funcionan los contratos, precios y el intercambio; asuntos de autoridad y soberanía; el derecho a resistir la tiranía; la operatividad de la equidad en los sistemas legales; la naturaleza y los límites de la ley positiva; y las categorías de la justicia. También fueron los pensadores cristianos quienes primero formularon un concepto maduro de los derechos humanos (18). Y lo hicieron al plantearse qué nos comunicaban los principios evidentes, por sí mismos, respecto de lo que cada ser humano debe, en términos razonables, a cada otro ser humano. Para las sociedades libres, dicha exploración es importante, en parte porque ha contribuido a dar forma a muchas de las instituciones económicas, políticas y legales claves, pero también porque sin la razón, es muy difícil identificar y discutir cuáles actos emprendidos por el Estado son arbitrarios

También son importantes una fuerte atención a la razón y un compromiso con ella, porque, en ausencia de dicho compromiso, existe un elevado riesgo de que la religión permanezca o se convierta en un ejercicio fideísta, o se disuelva en un fideísmo: es decir, la idea de que la fe religiosa de alguna forma es independiente de la razón, o que la fe y la razón son inherentemente hostiles una hacia la otra, o que los preceptos religiosos o de fe y su implementación no requieren explicación ni a los creyentes de esa fe, ni a quienes no creen en ella. Así, no se puede razonar con el fideísta que la violencia en nombre de la religión es irracional. Este es uno de los puntos subrayados por Benedicto XVI en su discurso de Ratisbona en 2006 —un texto que vale la pena leer y releer porque confronta estos temas— (19).  La contraparte del fideísmo es una especie de sentimentalismo religioso. Igualmente desinteresado en un robusto respaldo racional, este puede producir creyentes religiosos que han adoptado semejante enfoque y contribuyen al discurso público evocando emociones y sentimientos profundamente experimentados, en lugar de argumentos racionales. En la medida en que tales actitudes apalancan el discurso insensato en cualquier sociedad, el sentimentalismo erosiona la reflexión razonada sobre asuntos que van desde la libertad hasta los límites del Estado.

Religión, razón y libre albedrío

La concepción que una religión tiene de la razón también juega un papel central en la comprensión de esa fe de la voluntad: incluyendo si un seguidor de dicha fe cree o no que la voluntad es realmente libre, o que simplemente estamos sujetos a una especie de determinismo, ya sea el determinismo duro de Carlos Marx o el determinismo suave de John Stuart Mill. Y si el determinismo es verdadero, no queda claro por qué las personas tendrían que preocuparse por la libertad o la conservación de una sociedad libre.

Exceptuando al judaísmo ortodoxo y al cristianismo ortodoxo (con «o» minúscula), es difícil encontrar un relato robusto del libre albedrío en las religiones del mundo. De hecho, podríamos argumentar que las personas y los profetas de Israel alcanzaron una madura y clara comprensión de los orígenes del universo y de su inteligibilidad natural siglos antes de que lo hicieran los filósofos griegos. Este logro por parte del pueblo judío parece ser un logro de la razón natural reflexionando sobre la realidad que habían experimentado, y de lo que tanto judíos como cristianos consideran ser la receptividad de los profetas de su pueblo a la comunicación divina a través de los varios modos de revelación (20). La versión más completa de este argumento fue articulado por el filósofo y teólogo francés, el ya fallecido Claude Tresmontant, cuando respondió a la idea de Spinoza según la cual las profecías de Israel eran obras de la imaginación más que de la inteligencia y del conocimiento (21). Hablando del Antiguo Testamento, o las Escrituras hebreas, Tresmontant sostiene que: 

Aquí tenemos una revolución intelectual, una liberación, un acto de libre pensamiento, un rechazo del mito, un esfuerzo para usar la razón, indudablemente el más importante que la raza humana haya conocido en toda su historia. En el día en que Abraham abandonó el Ur de los caldeos, cuando dejó de adorar a la luna y a las estrellas, de ofrecer sacrificios a los ídolos de sus padres, y cuando emprendió camino hacia un país que no conocía, llamado por un Dios que no se identifica con ninguna cosa visible, inició la más grande, y al mismo tiempo la más escondida de las revoluciones (…) la más decisiva para la raza humana. Cuando los profetas de Israel amargamente condenaron la idolatría pagana, estaban haciendo algo estrictamente racional. Cuando se rehusaron a ofrecer niños humanos en sacrificio a ídolos o a mitos, estaban trasladando su trabajo sobre el uso de la razón hacia la conducta humana práctica. (22)

Las Escrituras hebreas también subrayan un segundo mensaje esencial que será plenamente comprendido por el pueblo judío: que nosotros podemos, y con frecuencia solemos, elegir libremente: tenemos «libre albedrío». Las Escrituras hebreas contienen una narrativa de la responsabilidad por las decisiones libres tomadas, de alianzas libremente asumidas, rotas y restauradas por elecciones libres renovadas. El Deuteronomio, por ejemplo, encapsula su presentación de la alianza entre Dios y su pueblo en la elección: «Vean, Yo pongo frente a ustedes en este día la vida y el bien, el mal y la muerte (…) Por tanto, elijan la vida» (23). A diferencia de las doctrinas helenísticas sobre el destino, Ben Sirach, escribiendo en Eclesiásticos cerca del año 200 a. C., resume toda la enseñanza del Antiguo Testamento sobre la realidad de la libertad de elección: 

Cuando [Dios] creó al hombre en el principio, lo dejó libre para tomar sus propias decisiones. Si deseas puedes cumplir los mandamientos, y está en tu poder permanecer fiel. Él ha puesto el fuego y el agua delante de ti; tú estiras tu mano para alcanzar lo que prefieras. La vida y la muerte están puestas frente al hombre; cualquiera que prefiera el hombre le será dada. (24) 

Todo esto prefigura enunciados que se encuentran en todos los textos de los padres del cristianismo desde Justino e Ireneo hasta que llegamos al monje del siglo VIII, Juan Damasceno (25). También se manifiesta en la insistencia de los teólogos medievales, más notablemente en Tomás de Aquino, concerniente a la libertad radical de la voluntad, comprendida como la habilidad espiritual (en el sentido de lo «no-material») de cada individuo para elegir y llevar a cabo una opción en vez de todas las otras alternativas disponibles, en el sentido que nada más determinan lo que él escogerá excepto el acto mismo de escoger, a la luz de la razón. (26)

Entonces, ¿qué podría significar esto para una sociedad libre? En el caso de las religiones que tienen en «alta» estima el libre albedrío y el papel crucial que juega la libre elección al forjar el carácter humano, es más probable que estas: (1) muestren una inclinación mayor por apoyar instituciones y condiciones que buscan limitar la coerción injusta y proveer espacios dentro de las esferas políticas, económicas y sociales para el ejercicio de la libre elección; o (2) sean más capaces de corregir el camino cuando sus fieles actúan en formas que sugieren que este punto crucial se ha oscurecido. Las versiones deterministas de la fe (o las filosofías deterministas, para ese caso), en contraste, no tienen un motivo particular para priorizar el establecimiento, el crecimiento o la protección de dichas instituciones y condiciones por cuanto consideran que la voluntad libre y el libre albedrío son ilusiones.

Religión, Estado y constitucionalismo 

Un tercer criterio importante que nos permite evaluar la capacidad que tiene una religión para apoyar y mantener una sociedad libre concierne su visión de una institución en particular, que ha preocupado a aquellos pensadores que abogan por la civilización en libertad: es decir, el Estado. 

Las palabras de Jesús de Nazaret, registradas en el Evangelio de San Lucas, «dad al César lo que es del César —y a Dios lo que pertenece a Dios—» (Lucas 20:25), fueron literalmente revolucionarias por sus implicaciones respecto de cómo la mayoría de las personas, incluyendo a muchos no-judíos y no-cristianos, posteriormente comprendieron el Estado. Con buena razón, el Evangelio de San Lucas relata que la respuesta de «Jesús tomó por sorpresa a sus interlocutores» (Lucas 20:26). Y es que, como observó el historiador inglés del siglo XIX, lord Acton, «en religión, moralidad y en política, solo había un legislador y una autoridad» en el mundo antiguo precristiano: la pólis (πόλις) y posteriormente el Estado romano (27). La separación de lo temporal y lo espiritual era incomprensible a las mentes paganas porque la distinción entre lo «temporal» y lo «espiritual» no existía en el mundo precristiano. Como notó el difunto filósofo social de la orden jesuita, Rodger Charles:

«al decir que había que darle a Dios lo que le era debido, tanto como al César, [Jesús de Nazaret] afirmaba la independencia de la autoridad espiritual en relación con lo político, en todos los asuntos del espíritu, la fe, el culto y la moral. Esto era una nueva desviación en la experiencia de la religión en el mundo. En el mundo pagano, el Estado era controlado por la religión en todos sus aspectos. El reino de Dios que Cristo anunció era espiritual, pero también tendría que tener independencia como una organización social para que las cosas de Dios pudieran considerarse por lo menos con la misma seriedad que las del César…Cuando los eventos llevaron a conflictos con el Estado sobre este asunto, y los cristianos enfrentaron el martirio, los efectos políticos en la teoría y en la práctica hicieron mucho para determinar la forma de la cultura política europea y, a través de ella, la del mundo moderno». (28)

Dentro del mundo grecorromano, se solía hablar de la boca para afuera sobre las características divinas atribuidas a la polis y al Estado romano. Al reconocer la profundidad del resentimiento judío respecto de la adoración al emperador, requerida de todos los súbditos del Imperio, las autoridades imperiales generalmente eximían a los judíos de tales actos. Sin embargo, hubo momentos durante los cuales la incapacidad pagana de distinguir entre religión y Estado provocó inmensas dificultades para las personas en el mundo antiguo. Las personas no eran, por ejemplo, capaces de apelar a una ley divina que trascendía la polis o al Estado. 

Al universalizar la creencia judía que aquellos que ejercían el poder legal debían someterse a la ley de Yahveh junto con todos los demás, el cristianismo alcanzó lo que hasta entonces parecía impensable: la desacralización del Estado. El cristianismo era respetuoso de la autoridad del Estado romano. Los escritos de Pablo y Pedro, por ejemplo, subrayan el origen divino de la autoridad legal del Estado (29). No obstante, el judaísmo y el cristianismo insistían que el César no era dios y no podía comportarse como si fuera un dios. Los judíos y los cristianos rezarían por los gobernantes terrenales. Era, sin embargo, anatema para los judíos y cristianos rezarle a los gobernantes. Mientras los judíos y los cristianos veían al Estado como el custodio del orden social, ellos no consideraban que el Estado mismo fuera la fuente última de la verdad y la ley (30).  Así, como escribió un teólogo, los judíos y los cristianos veían al Estado como un orden que encontraba sus límites en una fe que adoraba, no al estado, sino a un Dios que se plantaba sobre el estado y lo juzgaba (31). Cuando Constantino otorgó la libertad religiosa a la Iglesia Cristiana en su Edicto de Milán (313 D.C.), no sujetó al cristianismo a su persona. En cambio, Constantino efectivamente declaró que el césar ya no era dios. (32)

Esto montó la escena para continuos choques entre el Estado y los creyentes y las organizaciones religiosas alrededor del planeta que persisten hasta nuestros días. Ciertamente, en ciertas instancias a lo largo de siglos, por ocasión, algunas iglesias cristianas y comunidades eclesiásticas se han asociado con el ejercicio del poder temporal en diversos grados, precisamente porque le prestaron insuficiente atención a las diferencias y las distinciones entre los órdenes temporales y espirituales que son delineadas, y, bajo estudio, esclarecidas por la misma revelación y la razón cristiana. No obstante estos casos, la distinción vital entre las afirmaciones sobre Dios y el césar, con su limitación implícita del poder estatal, ha persistido en las creencias religiosas y las acciones cristianas, incluso en aquellas circunstancias cuando las autoridades estatales efectivamente asumieron el liderazgo de la iglesia, Enrique VIII siendo quizás el más famoso ejemplo.

En el corazón de muchos asuntos similares ha estado la cuestión de la libertad religiosa de los individuos y de las organizaciones vis a vis el Estado. Esto abarca preguntas tales como la legitimidad de la fe religiosa como fundamento para la actividad en la vida pública, las leyes contra la blasfemia, las pruebas religiosas para ocupar cargos públicos, la educación religiosa en ambientes privados y públicos, el patrocinio gubernamental de las actividades religiosas, y más. Casi no hace falta decir que la negación de la libertad religiosa ha resultado en la coerción sistemática y esporádica de millones por los gobiernos a lo largo de los siglos, siendo el peor daño provocado, puramente en términos de números, aquel impuesto por los regímenes comunistas durante el siglo XX.

La distinción entre lo temporal y lo espiritual (o eclesiástico) se ha expresado de diversas maneras a lo largo de la historia. Entre otras, estas incluyen un alto grado de integración (por ejemplo, la Iglesia ortodoxa en Rusia bajo los zares), un respaldo suave hacia la clase dominante (la Iglesia de Inglaterra de hoy), y algunos modelos de concordato (los cuales siguen vigentes en algunos países de mayoría católica).

Otra forma en que se expresa esta distinción ha sido a través de lo que podría llamarse el «aconfesionalismo» o «no-confesionalismo». Por ello, entiendo aquellas situaciones en las cuales el gobierno se inhibe de conceder un reconocimiento legal formal a una posición religiosa en particular y genuinamente busca tratar equitativamente a los integrantes de todos los grupos religiosos, incluyendo a los no creyentes y a los agnósticos. En estas naciones, no hay una religión establecida. No hay pruebas religiosas para ocupar cargos públicos. El ejercicio de la libertad religiosa no se limita a una creencia interior o a preguntas sobre la oración y el culto. Tampoco se ve la libertad como un mandato para que el Gobierno proceda a liberar a las personas «de» la religión. El aconfesionalismo busca garantizar la libertad de todas las comunidades religiosas y no creyentes dentro de una sociedad libre, consistente con la libertad de los demás y con las demandas legítimas del orden público. 

No se debe confundir el no-confesionalismo con el «secularismo doctrinario». Ya que, en contraposición al secularismo doctrinario, el no-confesionalismo no exige que cualquier persona que contribuya a la discusión pública, por poner un ejemplo, deba actuar como si no existiera ningún Dios, o si existe, que tal hecho no debe tener pertinencia alguna respecto de las elecciones y las acciones de dicho sujeto (33). El no-confesionalismo tampoco requiere que los gobiernos de alguna forma nieguen la herencia religiosa de una nación. Hacer de cuenta que, por ejemplo, el islam no ejerció una influencia tremenda sobre la historia y la cultura árabe y turca, va tan en contra de la historia real como negar la influencia de la ortodoxia en Rusia, el hinduismo en India, el luteranismo en Finlandia, el sintoísmo en Japón, o el budismo en Tailandia. La finalidad del no-confesionalismo no es obliterar, extraoficialmente, la dimensión religiosa de la memoria cultural y nacional de un Estado, en nombre de la libertad o de la neutralidad. 

En sí mismos, ninguno de estos enfoques resolverán todos los conflictos entre la libertad religiosa y las demandas ejercidas por el Estado. Sí proveen, sin embargo, una base para las políticas públicas legales y políticas concernientes a la libertad religiosa. El punto, no obstante, es que en la medida que la religión (1) encarne o sea capaz de generar este tipo de distinción entre lo temporal y lo espiritual, y (2) favorezca o aún facilite el desarrollo de un orden constitucional que exprese tal distinción, ella ayuda a limitar la habilidad del Estado para intervenir en una esfera importante de la libertad. Dado que si el Estado puede regularmente y consistentemente infringir sobre nuestras libertades religiosas legítimas, entonces tendrá poca dificultad promoviendo la coerción injusta en todas las demás esferas de la vida.

¿Qué ocurre, sin embargo, si una religión no encarna una fuerte distinción entre lo temporal o lo espiritual? ¿O si la religión se ve a sí misma absorbiendo enteramente al Estado? ¿O si no existe una distinción significativa entre la autoridad religiosa y la autoridad gubernamental? ¿O si la teología de la religión obstaculiza el desarrollo de órdenes constitucionales que prioricen y protejan la libertad religiosa y otras libertades?

Este, argumentan muchos, es uno de los retos más grandes que enfrenta el mundo islámico, y aquellos musulmanes que desean ver surgir sociedades libres en naciones de mayoría islámica están agudamente conscientes de ellos. En su libro Teología islámica, constitucionalismo y el Estado (2012), el suizo Lukas Wick, filósofo e historiador del pensamiento ruso, árabe e islámico, afirma que si el orden constitucional y el Estado de derecho han de emerger y durar, ellos requieren una visión particular del hombre, de la realidad y de Dios. Él sostiene que el cristianismo ayudó a desarrollar y dar forma al constitucionalismo porque (1) está cimentado en el realismo metafísico, (2) insiste en la integridad natural del mundo, (3) enfatiza la libertad del hombre, y (4) afirma el derecho natural.

El éxito de dicho movimiento en gran parte de Occidente facilitó el crecimiento del constitucionalismo en el resto del mundo, incluyendo, como subraya el fallecido Albert Hourani, historiador inglés-libanés experto del mundo árabe, en las regiones musulmanas (34). Wick señala, sin embargo, que estas constituciones en los países musulmanes, no parecen haber evitado las pérdidas en libertad, especialmente de libertad religiosa, en la vasta mayoría de tales países. La mayoría ha caído hacia una forma de despotismo, ya sea en nombre del Islam, o guiados por figuras que en Occidente solemos identificar como «seculares». Entonces surge la pregunta de por qué el constitucionalismo no ha sido capaz de enraizarse con más firmeza en estos países.

Wick busca la respuesta a esta pregunta tomando en serio a la teología islámica (de la cual, él resalta, hay muchas escuelas y tradiciones). Él no comete el error, bastante frecuente, de «leer» al Islam a través de los lentes cristianos o seculares. Wick considera, por caso, lo que una «teología» del Islam realmente significa, e ilustra que la comprensión dentro del Islam de la teología islámica es muy distinta a la cristiana. Consecuentemente, argumenta Wick, el Islam no invita a una reflexión pensante de la teología porque su visión epistemológica es restringida por la noción islámica de que el conocimiento se circunscribe a la revelación. Así, la teología del Islam inmediatamente se decanta por la jurisprudencia, comprendida como una examinación y una inmediata aplicación de las reglas divinas a la vida política, social, legal y económica.

Aún más importante es la parte de la revelación musulmana que corre en dirección contraria a la doctrina judía y cristiana según la cual el hombre está hecho a imagen y semejanza de Dios. Sin esta semejanza, el hombre no tiene bases teológicas para ser conceptualizado como un «cocreador», o como uno que ejerce «soberanía», en el sentido de la libertad y del libre albedrío como lo entendieron los profetas judíos, Pablo y Aquino. En ausencia de semejantes características preñadas de simbolismo, tales poderes pertenecen a Dios exclusivamente. Lo que es más, agrega Wick, no hay tal cosa como un «hombre natural» en el Islam por cuanto el Islam considera que todas las personas nacen musulmanas. Y si no hay un hombre natural —o Ley Natural— entonces tal doctrina, sostiene Wick, socava el mero concepto de los derechos naturales que son centrales al proyecto occidental del constitucionalismo. (35)

En el sexto y último capítulo de su libro, Wick analiza los escritos de importantes pensadores musulmanes que han enseñado en contextos educativos probados y reconocidos, asociados al islamismo sunita. Estos se ubican a lo largo y ancho del espectro teológico, desde el islamismo abierto hasta las otras persuasiones. La meta de Wick es discernir si una de estas persuasiones es más amistosa que las demás a la noción del orden constitucional. Mientras, en general, sus posiciones apenas son uniformes, Wick concluyó que ninguno de estos pensadores tienen una actitud favorable hacia el constitucionalismo. La dificultad, Wick dice, es que cada uno afirma que la Revelación Islámica (que ellos interpretan variablemente) es la única fuente de legitimidad. Esto quiere decir que, hablando teológicamente, no pueden tomar en cuenta las ideas ni los pensadores que, históricamente (por ejemplo, varios griegos, romanos, pensadores de la Ilustración y pensadores cristianos, que van desde Pericles hasta Cicerón, de Aquino, y Montesquieu) han propiciado el auge del constitucionalismo (36). Proceder de forma distinta implicaría dejar de ser musulman de un modo fundamental. 

Aquí vale la pena remarcar la siguiente observación del filósofo iraní Abdulkarim Soroush: «Necesitas un respaldo teológico para poder tener un sistema democrático real. Su Dios ya no puede ser un Dios despótico. Un Dios despótico no sería compatible con un gobierno democrático, ni con la idea de los derechos. Así que incluso tienes que cambiar tu idea de Dios» (37). Existe por el momento poca evidencia para sugerir que tal cambio fundamental se asoma en el horizonte, donde cuenta, en el mundo islámico. Después de todo, cambiar su concepción de Dios en una forma significativa, requiere que una religión efectivamente se convierta en una nueva religión. Wick no descarta la eventualidad del desarrollo de un constitucionalismo genuino dentro del Islam. Pero sí provee una explicación poderosa de los obstáculos formidables que deben ser superados si esto va a ocurrir, y nos advierte contra esbozar comparaciones simplistas al comparar dicha religión con la evolución de otras religiones. Como comenta Robert R. Reilly, «uno pudiera desear que esto fuera de otra forma, pero cuando la esperanza no está anclada en una apreciación de las realidades que aquí se despliegan, será poco apropiada». (38)

Conclusión

Nada de esto viene a indicar que las personas que pertenecen a una fe en particular necesariamente saben, comprenden o incluso aceptan todos los preceptos respecto de la naturaleza de la Divinidad, su visión de la razón y el libre albedrío, y su concepción de la relación entre los imperios de la religión y de lo civil.

Muchos no lo hacen. También es cierto que, a pesar de identificarse con una religión dada, muchos consistentemente, aún conscientemente toman decisiones que están en directa contradicción con sus preceptos clave (39). Se sigue que la pertenencia a una religión no necesariamente significa que todos sus fieles instintivamente apoyan o trabajan en contra de la sociedad libre. Tampoco garantiza que ellos creerán que su fe tiende a apoyar o tiende a corroer una sociedad libre. A lo largo de la historia, muchos han actuado en contra de lo que les dicta su fe sobre la naturaleza y las demandas de la libertad —para bien y para mal—.

Si, sin embargo, queremos establecer si una dada religión, en principio, probablemente se incline favorablemente a apoyar a la sociedad libre, debemos estar dispuestos a tomar en serio las aseveraciones teológicas de esa fe. En suma, debemos estudiar las cosas como son, en lugar de cómo queremos que sean. Esto también implica evitar la tentación de tratar de comprender semejantes asuntos en una vía monocausal, como hicieron los marxistas cuando sencillamente encajonaron a la religión como una «superestructura» que meramente reflejaba las condiciones y prioridades económicas existentes, las cuales podrían desvanecerse una vez sucediera su versión del fin de la historia. Dichos análisis podrían revelar algunos discernimientos interesantes, pero al costo de una visión del todo distorsionada e inexacta.

Una persona puede, o no, creer en las afirmaciones sobre la verdad de una religión concreta. Pero para el propósito de responder a la pregunta planteada en este trabajo, esto no es importante. Lo que importa es considerar si estas afirmaciones sobre la verdad podrían conducir a la religión y a sus adeptos a contribuir o a corroer, o a simplemente permanecer pasivo frente al advenimiento de una sociedad libre. Solo entonces podemos dar el paso de un pensamiento ilusorio hacia la realidad.

Notas

1. Ver John Rawls, Political Liberalism (Nueva York: Columbia University Press, 1996), xxv-xxviii.

2. Ver, por ejemplo, Rodney Stark, Bearing False Witness: Debunking Centuries of Anti-Catholic History (West Conshohocken, PA: Templeton Press, 2016); Henry Kamen, The Spanish Inquisition: A Historical Revision, 4ta. edición. (New Haven: Yale University Press, 1965/2014); Dario Fernandez-Morera, The Myth of the Andalusian Paradise: Muslims, Christians, and Jews under Islamic Rule in Medieval Spain (Wilmington, DE: ISI Books, 2016).

3. En Estados Unidos, la población que se describe a sí misma como «atea» ha permanecido estable, alrededor de menos del 4 % de la población desde 1944. (Ver Rodney Stark y Byron Johnson, «Religion and the Bad News Bearers,» Wall Street Journal, 26 de agosto de 2011. http://online.wsj.com/article.html?mod=rss_opinion_main). En la mayoría de países europeos, la tasa de observancia religiosa se ha estabilizado o, en algunos casos, se ha incrementado en alguna medida. Las tasas de asistencia a misa en Italia y España, por ejemplo, ha crecido considerablemente desde 1980. Se podría discutir que en partes del Occidente somos testigos de: (1) el colapso de la observancia religiosa entre los segmentos económicamente más pobres de la sociedad; (2) la muerte, en cámara lenta, del «cristianismo liberal» («liberal» en el sentido de un autodistanciamiento notable de las afirmaciones ortodoxas cristianas y,  a veces, el reemplazo de tales afirmaciones con la adhesión a causas progresistas); y (3) el deterioro de las iglesias que tienen el estatus de ser la iglesia formal establecida en un dado país.

4. Ver «God», The Economist (Millennium issue), 23 de diciembre de 1999. http://www.economist.com/node/347578?Story_ID=347578; «In God’s name», The Economist, 1 de noviembre de 2007, http://www.economist.com/node/10015255?story_id=10015255; y John Micklethwait y Adrian Wooldridge, God is Back: How the Global Revival of Faith Is Changing the World (London: Penguin, 2009).

5. Ver, por ejemplo, Peter Berger (ed.), The Desecularization of the World: The Resurgence of Religion in World Politics (Grand Rapids: Eerdmans, 1999).

6. Ver, por ejemplo, Herbert Schlossberg, The Silent Revolution and the Making of Victorian England (Columbus: Ohio State University Press, 2000).

7. R. M. Hartwell, A History of the Mont Pelerin Society (Indianapolis, IN: Liberty Fund, 1995), xvii.

8. Ibid., xviii.

9. Ver Eric Barendt, An Introduction to Constitutional Law (Oxford: OUP, 1998), 1-2.

10. Esta sección se nutre de, y desarrolla, las ideas expresadas en Samuel Gregg, Religious Liberty, The Modern State, and Secularism: Principles and Practice (Berlin: Friedrich Naumann Stiftung, 2013).

11. Este argumento se desarrolla a profundidad en John Finnis, «Religion and State», en The Collected Essays of John Finnis, Vol. V, Religion and Public Reasons (Oxford: Oxford University Press, 2011), 80-84. Ver también ideas similares de este tema expresadas por el filósofo y miembro de la Sociedad Mont Pelerin, el difunto Anthony Flew en There is a God: How the World’s Most Notorious Atheist Changed his Mind (Nueva York: Harper One, 2007), 74-158.

12. Las convicciones políticas o ideológicas particulares pueden implicar, reflejar o exigir el compromiso a una postura religiosa específica. El marxismo, por ejemplo, se comprometió explícitamente con el materialismo y el ateísmo. El social nacionalismo no era tímido cuando promovía el paganismo. Pero las filosofías políticas tales como el liberalismo, el socialismo, y el pensamiento conservador no se preocupan inmediatamente con intentar saber y luego expresar la verdad sobre lo trascendente en formas que el ateísmo, el cristianismo, el islam, el judaísmo, el hinduismo o el budismo seguramente lo están.

13. Respecto de este punto, ver Robert P. George, In Defense of Natural Law (Oxford: Clarendon Press, 2001).

14. Juan 1,1.

15. Ver John Finnis, «Secularism’s Practical Meaning,» en Collected Essays of John Finnis, Vol. V, Religion and Public Reasons, 56-57.

16. Jonathan Sacks, Morals and Markets (London: IEA, 1998), 16.

17. Ireneus, Adversus Haereses (circa 180-199): 16, 5.

18. Ver, por ejemplo, Brian Tierney, The Idea of Natural Rights (Grand Rapids, MI: Eerdmans, 1997); John Finnis, Aquinas: Moral, Political, and Legal Theory (Oxford: OUP, 1998); y Harold Berman, Law and Revolution: The Formation of the Western Legal Tradition (Cambridge, MA: Harvard University Press, 1983).

19. Ver Benedicto XVI, «Faith, Reason, and the University», 12 de septiembre de 2006. http://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/en/speeches/2006/september/documents/hf_ben-xvi_spe_20060912_university-regensburg.html 

20. Este y los tres siguientes párrafos siguen de cerca el argumento hecho por John Finnis, «Body, Soul and Information: On Anscombe’s ‘Royal Road’ to True Belief», 5ta. Conferencia Annual en Memoria de Anscombe, St. John’s College, Oxford, 21 de octubre de 2014. Copia del texto en archivo del autor.

21. Ver Claude Tresmontant, Le problème de la Révélation (Paris: Editions du Seuil, 1969), 99-114. 

22. Ver Claude Tresmontant, Les origines de la philosophie chrétienne (Paris: A. Fayard Évreux, impr. Hérissey, 1962), pp. 20-21.

23. Deuteronomio 30: 15, 19.

24. Eclesiástico 15: 11, 14-17

25. Ver Germain Grisez, The Way of the Lord Jesus, vol. 1, Christian Moral Principles (Chicago: Franciscan Herald Press, 1983), pp. 61-2 (ch 2 Appendix 1) (http://twotlj.org/G-1-2-1.html).

26. Ver Finnis, «Body, Soul and Information: On Anscombe’s ‘royal road’ to true belief».

27. Lord Acton, Essays on Freedom and Power, G. Himmelfarb (ed.), (Boston: Crossroad, 1948), 45.

28. Rodger Charles, S. J., Christian Social Witness and Teaching, vol.1, From Biblical Times to the Late Nineteenth Century (Leominister: Gracewing, 1998), 36. 

29. Ver, por ejemplo, Romanos 13:1-6; 1 Pedro 2:13-17.

30. Joseph Ratzinger, Values in a Time of Upheaval (San Francisco: Ignatius Press, 2006), 59.

31. Joseph Ratzinger, Salt of the Earth (San Francisco: Ignatius Press, 1996), 240.

32. Los dos párrafos anteriores toman ideas de Samuel Gregg, «Catholicism and the Case for Limited Government», en Philip Booth (ed.), Catholic Social Teaching and the Market Economy (London, IEA, 2007), 250-269.

33. Estas no son posturas neutras respecto de la religión. Ambas derivan de dos o tres variantes del ateísmo explicitado por Platón: (1) no hay Dios; o ningún Dios que se preocupe por la elección y la acción humanas; o (2) cualquier preocupación divina por el ser humano es fácilmente aplacada por una piedad que es, en el mejor de los casos, cosmética y no requiere de un rechazo completo de los vicios humanos. Ver Laws X 885b, 888c, 901d, 902e-903a, 908b-d, 909a-b.

34. Ver especialmente Albert Hourani, A History of the Arab Peoples (Cambridge, MA: Harvard University Press, 1991), Partes 4 y 5.

35. Ver Lukas Wick, Islamic Theology, Constitutionalism, and the State (Grand Rapids, MI: Acton Institute, 2012), y el «Prefacio» por Robert R. Reilly.

36. Ver ibid., 131-176. 

37. Citado en Robert R. Reilly, «The Formidable Philosophical Obstacles to Islamic Constitutionalism», Biblioteca de la Ley y la Libertad, 1 de febrero de 2013. http//www.libertylawsite.org/liberty-forum/the-formidable-philosophical-obstacles-to-islamic-constitutionalism/

38. Robert R. Reilly, «Prefacio», in Islamic Theology, Constitutionalism, and the State, iii.

39. El judaísmo y el cristianismo sostienen que todos tomamos decisiones, que ellos llaman pecados, en algún momento de nuestras vidas. 

 

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