En el artículo «La muerte, el cuerpo y el inicio de la Modernidad»1, Alejandra Martínez Cánchica emprende un recorrido para ubicar entre los siglos XIV y XV el cambio de una visión que dio paso a la Modernidad y sus ramificaciones políticas y culturales. El foco de esa búsqueda está centrado en varios elementos que la autora emplea para navegar esa transformación: el cuerpo, el alma, la idea de la trascendencia y la vida terrena (con sus gozos y padecimientos).
Apoyada en las reflexiones de otros autores e historiadores, Martínez identifica un espíritu medieval que poco a poco se resquebraja, al dejar atrás el ideal caballeresco del sacrificio de la carne por el anhelo de una vida extraterrena que otorgara sosiego. Así, frente a la visión clerical y escolástica de la noción de la existencia mundana ligada a lo divino y a la trascendencia del alma, se intuye una apertura a nuevas sensibilidades que, quizás, sentaron las bases de una laicidad moderna.
En contraste con los fundamentos agustinianos sobre la subordinación del cuerpo ante el alma, según establece la autora, hubo un viraje en las preocupaciones de la gente, que comenzaron a dirigirse hacia el cuerpo y la muerte como una obsesión y como una «idea de carácter igualador y universal». A la vez, en el artículo se sostiene que hay un giro estético que acompaña este cambio de visión, dada la abundancia de representaciones del martirio corporal y del sufrimiento en el lecho de muerte, propias del palpitar de esa época de transición. Por tanto, se puede entender que, de forma paralela, la finitud también se vislumbrara como una fuente de «espanto y preocupación» y, de ello, derivara un apego por los placeres de la vida terrena y los bienes materiales.
Encuentra la autora, además, otros posibles cimientos para la consolidación de la mirada moderna y sus representaciones:
[…] las secuelas psíquicas que dejó la peste negra y la guerra de los Cien Años en Europa, pero también desde la historia económica se ha aportado la tesis de que el origen en ese cambio de mentalidad pudo deberse también a la progresiva prosperidad económica que comenzaron a experimentar varias ciudades producto del drástico descenso demográfico y de la aparición de la sociedad comercial de valores burgueses. Básicamente, cuando se generan excedentes o ganancias se le da preferencia al consumo presente y a la gratificación, por una parte, y por otra, se alarga el horizonte temporal y también se puede planificar la vida y el futuro.2
En ese sentido, Martínez afirma que de la cotidianidad se desgastaba todo sentido espiritual. Tal yuxtaposición de ideas, explica, lleva a las personas creyentes a habitar en una especie de contradicción. La crisis en sus creencias se origina por la tensión entre la búsqueda de gratificación en la vida terrena y una grave angustia por acceder a la prometida vida extraterrena. De ahí se derraman, entre otras consecuencias, prácticas paliativas como la venta de indulgencias.
La propuesta de la autora termina con una preocupación por la aparente fragilidad del secularismo y por el sonado «problema» de las ideologías en el mundo contemporáneo. No obstante, considero que las visiones que su texto habilita inicialmente podrían llevarnos a relecturas más hondas y pertinentes sobre la carga real y simbólica de lo que significa asumirnos como cuerpo y, además, como cuerpo que fenece.
Está claro que ser y pensarse cuerpo no ha sido fácil para la humanidad. Incluso en la actualidad continúa siendo una tribulación insoslayable.
Con el paso del tiempo, ese giro que demarca Martínez en la Modernidad continúa presente, aunque con un rumbo cambiante y dinámico, que tiene desembocaduras contemporáneas. Esto es evidente en preocupaciones como las que urde Yukio Mishima, en su obra El sol y el acero; como los versos de Susi Bentzulul, en su obra Mujeres olvidadas; como el arte visual de Tina Berning, en su colección Recovery; como el cine de Julia Docournau y el de David Cronenberg; y tantas otras manifestaciones que pululan en el imaginario colectivo reciente.
También resultan relevantes en esta conversación voces como la del filósofo Jean-Luc Nancy3, quien vuelve sobre los tensionamientos cuerpo-alma, entendidos como un juego de materialidades y extensiones, y nuevas formas de habitar(nos) y habitar el mundo. Al igual que las acertadas afirmaciones de la filósofa Marina Garcés, quien retoma planteamientos de Maurice Merleau-Ponty y, desde ahí, construye importantes reflexiones sobre la corporalidad como tejido individual, pero común.
En sus palabras:
Encarnarnos es asumir la finitud, el dolor, la enfermedad, el cuidado, el amor. También lo supo decir el cristianismo y otras visiones del mundo que ponen el cuerpo en el centro. Ahora lo están formulando muy bien distintas corrientes del feminismo. Ser cuerpo no es fácil, pero escapar de él tampoco.
[…] La corporalidad es un territorio hecho de muchas relaciones que no son solo del individuo.4
Desde ese carácter inacabado de las transformaciones, resulta interesante leer a Martínez Cánchica. Su aporte nutre el entramado de ideas que tal vez nos dejen vislumbrar el devenir actual de la mirada sobre el cuerpo y la muerte en la contemporaneidad, y algunas de sus raíces.