La Navidad siempre ha sido mi temporada favorita. Espero con ilusión las reuniones con familiares y amigos, el ponche, la música y hasta la búsqueda de los regalos perfectos para cada persona en mi lista. Sin embargo, cada año me encuentro con la misma sensación: el tiempo pasa cada vez más rápido. Con tanto movimiento, es fácil perder de vista lo esencial. Pero la Navidad, más allá del ruido y las luces, es una invitación a detenernos y reflexionar sobre lo que realmente celebramos: la llegada de Jesús. Es un momento para compartir, dar y recibir, pero también para contemplar a Dios.
La temporada de Adviento tiene un valor particular. Es un tiempo para preparar el corazón, bajar el ritmo y redescubrir la importancia del silencio. Pienso en María, y en cómo habrá vivido las semanas previas al nacimiento de Jesús. Desde su «sí», le hizo frente a un reto lleno de incertidumbre, pero también de esperanza. De este momento podemos aprender la paciencia, la apertura al cambio y el esfuerzo por dar sentido a lo que ocurre en nuestras vidas sin dejar de lado la confianza en Dios.
El silencio que acompañó el nacimiento de Jesús en Belén contrasta con el ruido y la inmediatez con los que vivimos hoy. Pero esto nos lleva a una pregunta importante: ¿estamos preparados para encontrar sentido también en lo sencillo y lo pequeño? Así como María encontró luz y amor infinito en un pesebre humilde, nosotros también podemos encontrar respuestas y paz en la relación con Dios.
Vivimos en una era en la que el ruido no solo es externo, sino también interno. Nos bombardean los pendientes, las noticias, las redes sociales, y muchas veces olvidamos lo valioso que puede ser un momento de pausa y silencio. Como explica el Cardenal Robert Sarah, en la «dictadura del ruido», el silencio tiene poder. Aunque el silencio puede incomodar al principio, también nos permite reconectar con Dios y con los demás. Como afirma el cardenal Sarah:
«El silencio no es una ausencia, al contrario: se trata de la manifestación de una presencia, la presencia más intensa que existe».
La temporada navideña nos invita a buscar esos espacios, a través de la oración o al estar presentes en lo más importante: la familia, nuestras relaciones y nuestro propósito.
No es fácil, lo sé. El Adviento y la Navidad no exigen perfección, sino apertura. El ejemplo de María demuestra que no es necesario que sepamos todo de antemano, sino que, como ella lo estuvo primero, estemos dispuestos a esperar, confiar y actuar cuando sea necesario. En las reuniones familiares, en los gestos de caridad o en reconciliarnos con quienes nos rodean, podemos descubrir un poco de esa espera activa que transforma las cosas ordinarias en extraordinarias.
Tal vez este año, entre las luces y los villancicos, podamos redescubrir el sentido del Adviento como un tiempo de espera que nos lleva a valorar lo pequeño, buscar la paz y encontrar alegría en la sencillez. La Navidad no es solo una celebración; es una oportunidad para abrir espacio en nuestras vidas, y como María, recibir a aquel que nos trae sentido, amor y esperanza.