El pasado abril, veinticinco personas participamos en un seminario sobre derecho natural que organizó el Instituto Fe y Libertad. A lo largo de cuatro sesiones discernimos los peligros que se ciernen sobre nosotros al abandonar ese derecho. Quizá lo que le ocurrió a Alfie Evans sirva para ilustrar tales peligros. Este es un caso que tiene todo que ver con la fe y con la libertad. Con la fe, porque si el asesinato de este niño no nos alerta a los cristianos de Occidente, nada lo hará. Y con la libertad, porque si no plantamos cara, un monstruoso esclavismo de nuevo cuño acabará imponiéndose.
Si el lector no está enterado del caso, quizá se pregunte quién es Alfie Evans y por qué el tono apocalíptico del párrafo anterior. He aquí un resumen. Alfie nació en mayo de 2016 en Liverpool, Inglaterra, primer y único hijo de dos veinteañeros, Tom Evans y Kate James. Era un bebé saludable, pero a los pocos meses comenzó a convulsionar. A finales de ese mismo año, sus padres lo internaron en el hospital Alder Hey donde se le colocó un respirador artificial.
Las autoridades del hospital determinaron que el bebé padecía una condición neurológica degenerativa que nunca identificaron, pero que según ellos marcaba su vida como indigna de ser vivida. Dijeron que en el «mejor interés» del niño lo que procedía era descontinuar cualquier tratamiento médico y retirarle el respirador para que muriera. Jueces británicos de todas las instancias, la Alta Corte, la Corte de Apelaciones y la Corte Suprema, refrendaron esta opinión. Los jueces del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, igual. El Gobierno de Italia le concedió la nacionalidad a Alfie para que se le pudiera tratar en el hospital Niño Jesús de Roma, y dispuso un avión-ambulancia para trasladarlo. El ofrecimiento fue rechazado.
La odisea de Tom y Kate para impedir la muerte provocada de su hijo les ganó el apoyo de miles de personas de todo el mundo. Pero la policía británica utilizó incluso la fuerza para impedirles sacar a su nene del hospital, donde finalmente falleció el 28 de abril de 2018, cinco días después de que los médicos le retiraran el respirador, y a lo largo de los cuales fue privado de agua y alimento. Un suplicio así no se reserva ni para los peores criminales. Es más, la pena de muerte fue abolida en el Reino Unido hace más de cincuenta años.
En una paradoja cruel, el mismo día que a Alfie le quitaban hidratación, nutrición y ayuda para respirar, se festejaba con la algarabía correspondiente el nacimiento del tercer hijo del príncipe William.
Hasta aquí el resumen del caso. Ahora analicémoslo para dimensionar los peligros que amenazan a nuestras sociedades, como consecuencia de haber permitido el socavamiento, cuando no la aniquilación, del derecho natural.
Peligro 1: Hemos renunciado a la defensa de nuestros derechos
El caso de Alfie Evans, junto al de Charlie Gaard, y el de otros niños, sugiere que ha llegado a su fin el entendimiento que teníamos de que nuestros derechos —el primero, el derecho a vivir— nos asisten en tanto seres humanos que somos. Aunque nos refiriéramos a vida, libertad y propiedad como derechos «individuales», era precisamente esa individualidad la que nos aunaba, la que nos vinculaba unos con otros al reflejar lo que todos tenemos en común: el ser personas.
Pero hoy cualquiera que tenga autoridad médica, judicial o política puede decidir que la vida de alguien no es digna de ser vivida, porque ese alguien no ha nacido o porque está muy enfermo o muy viejo. Eso significa que la noción que teníamos de nuestra humanidad común está desapareciendo. Eso significa que hemos dejado de pensarnos como iguales en dignidad y derechos, independientemente de nuestra edad, salud y condición socioeconómica. Eso significa que está en vías de extinción la igualdad jurídica, ese colosal fundamento de la civilización occidental.
¿Cómo hemos permitido ese socavamiento? ¿Cómo hemos llegado a revestir a las autoridades de un poder que no hace mucho concebíamos exclusivo del Creador, es decir, el poder de decidir quién vive, por cuánto vive y cuándo muere? ¿Por qué hemos reemplazado a Dios por dios-estado, dios-gobierno, dios-funcionario? ¿Por cobardía, por ataraxia, por pereza mental?
A mí me parece que se trata de esto último. Pero aclaremos una cosa: la pereza mental no tiene nada que ver con falta de «educación» entendida como escolaridad. Nunca en la historia de la humanidad tanta gente ha ido a la escuela y a la universidad como hoy. Nunca el analfabetismo ha estado en cotas tan bajas… al tiempo que el grado de pereza mental alcanza cotas tan elevadas. Pereza mental es la escogencia de NO aclararse las ideas, cosa que mataría de pena al filósofo francés Blaise Pascal, quien sostenía que el fundamento de la vida moral radica precisamente en lo contrario, es decir, en hacer el esfuerzo por aclarárselas.
Ese esfuerzo, que ruego que hagamos, pasa por aprender qué significa ser una persona libre, virtuosa y buena ciudadana. Tal cosa no requiere necesariamente participar en política o en proyectos filantrópicos si no van por ahí nuestros proyectos de vida, aptitudes e intereses. Pero sí es necesario que aprendamos de nuevo los adultos, y que les enseñemos a jóvenes y niños, que existe tal cosa como una moral objetiva, que la libertad no es relativismo ni subjetivismo ni sentimentalismo, y que el Derecho es la concreción de la Justicia en la vida social, no lo que congresos y parlamentos dispongan e incluso inventen. Para entenderlo debemos comprender que el Derecho tiene raigambre en la naturaleza humana, en el aprendizaje que como humanidad hemos hecho de lo que nos civiliza, y en el rechazo de lo que nos envilece.
Solo ese aprendizaje que debemos retomar o acometer, dependiendo de nuestra edad, nos dará criterio para entender cuáles son nuestros derechos, y la presencia de ánimo para defenderlos, tanto los propios como los de aquellos que no pueden hacerlo por sí mismos, por ser muy pequeños o por estar muy enfermos.
¿Acaso no defendieron Tom y Kate, los padres de Alfie, los derechos de su pequeño? Vaya que sí lo hicieron. ¿A qué apelamos entonces con este llamado a entender cuáles son nuestros derechos para hacerlos valer? ¿Por qué hablamos de defender derechos? ¿De qué se les defiende, o ante quiénes se los esgrime?
Con estas interrogantes, invito al lector a la segunda parte de esta reflexión.