Escribe Gustave Thibon en Nuestra mirada ciega ante la luz (1974):
La tierra puede traicionarnos de dos formas: negándonos los bienes que nos podría dar (salud, paz exterior, prosperidad material, etc.) o concediéndonos estos bienes con una abundancia que hace saltar a la vista su vanidad. Al fin y al cabo, este segundo camino me parece menos engañoso y, por ello, más seguro: mientras el hombre se ve privado de los bienes aparentes, aún puede creer en su valor; pero cuando se ha saciado de ellos y, a pesar de todo continúa sintiendo el hambre y el vacío, ya no puede hacerse más ilusiones sobre los alimentos terrestres.
Con otras palabras: el camino de la abundancia es el camino más seguro para descubrir que nuestro destino último no es esta en la tierra; que estamos llamados a lo infinito, no a lo ilimitado.
Existe una diferencia esencial entre lo infinito y lo ilimitado. Lo ilimitado es, por decirlo así, más de lo mismo. A veces creemos que no somos felices porque nos faltan cosas: instrumentos de trabajo, ropa, comodidades… En el fondo, sabemos que no es así, pero preferimos pensar que esa insatisfacción ante la vida que a veces sentimos no es culpa nuestra; que todo sería distinto si no tuviéramos tantas y tan molestas limitaciones. Y nos lanzamos desesperadamente a comprar… No me refiero solo al ricachón que no sabe en qué gastarse el dinero, sino también al obrero que se gasta el dinero de la quincena en bagatelas. Al final, todos terminamos por reconocer la amarga verdad que encierran aquellas palabras de Óscar Wilde: «solo hay algo más triste que desear algo con toda el alma y no tenerlo: desear algo con toda el alma y tenerlo».
Los adoradores del hombre y del progreso nos aseguran que las posibilidades de mejorar nuestra condición terrenal son ilimitadas, y nos alientan a soñar con paraísos de bienestar. No se dan cuenta de que la amenaza de agotamiento no está en el objeto, sino en el sujeto. «¿Hasta dónde llegará la ciencia?», se preguntan muchos en tono retórico. Llegue hasta donde llegue, lo cierto es que no logrará cambiar nuestra íntima condición: la de desterrados. Aun cuando descubriéramos marcianos seguiríamos estando solos, con la diferencia de que ahora seríamos todos los solos: los marcianos y nosotros frente al misterio del ser. («¿Por qué el ser y no la nada?», se preguntaba Leibniz hace más de tres siglos. Nadie, que yo sepa, ha podido responderle.)
¿Para qué queremos una abundancia que no podemos asimilar? ¿Para qué «bajar» a nuestras computadoras miles de canciones que nunca escucharemos o cientos de libros que no leeremos nunca? «La experiencia enseña» —dice Thibon— «que la ampliación de las posibilidades materiales provoca por lo general una atrofia de las facultades de admiración y de aceptación, y que los hastiados se reclutan entre los ricos y los poderosos. Y si esto ya es verdad para nuestro humilde planeta, ¿qué será entonces a escala del universo? ¿Qué océanos de tedio acecharán a los dueños de un mundo sin fronteras?». El peligro es aun mayor, porque al concentrarnos en la conquista del mundo material descuidamos el cuidado del alma: «El hombre» —concluye Thibon— «perderá quizá su alma para conquistar el universo y, ante el universo conquistado, se encontrará sin alma para disfrutar de él, de suerte que encontrará su más mortal derrota en su suprema victoria».
Estamos hechos para lo infinito, no para lo ilimitado. Lo infinito es de otra naturaleza. De una especie que ni el ojo puede ver ni el oído oír. De la aceptación de esta realidad o de su rechazo depende la orientación fundamental de nuestra vida y de las civilizaciones.