En muchos países hispanoamericanos, esta época de Cuaresma es época de procesiones, y no son pocos quienes, en las grandes ciudades, se impacientan con los trastornos que esta bella y secular tradición ocasiona en el tránsito vehicular. Por un lado, tenemos a los devotos cargadores, las bandas que interpretan las marchas fúnebres y todo un séquito de fieles católicos que siguen o ven pasar la imagen que por décadas ha bendecido a sus antepasados. Por otro, los automovilistas que tuvieron la mala suerte de encontrarse con la escolta procesional de vuelta a sus hogares; muchos de ellos ni siquiera son católicos, pero han aprendido a respetar las tradiciones patrias.
Las procesiones fueron importadas por los españoles a estas tierras en el siglo XVI. Eran medios de evangelización y creación espontánea del pueblo fiel, acompañado por sus pastores. El incienso, la música, el vestuario de los penitentes cargadores… todo contribuye a elevar la mente y el corazón a la consideración de nuestro destino eterno, y a meditar en el misterio de la Redención y del inmenso amor que nos ha manifestado el Hijo. Es fácil imaginar cómo serían las procesiones en los siglos pasados, cuando las ciudades eran pequeñas y no existían los automóviles… Pero en pleno siglo XXI lo que se produce es un choque de culturas.
Los hispanoamericanos somos hijos del Barroco. El hombre barroco lo veía todo en función de su destino eterno. Este mundo no era más que «una mala noche en una mala posada» (santa Teresa de Jesús), o un «valle de lágrimas» (Salve Regina). Vivimos en este mundo como en un gran teatro (Calderón de la Barca) con un espectador divino. En todo momento debemos recordar que «un alma tenemos, y si la perdemos, no la recobramos» (santo hermano Pedro). El tiempo es de Dios, y nos lo ha dado para que le rindamos culto y amemos a nuestros hermanos. En este mundo no tenemos ciudad permanente (san Pablo), y debemos cuidarnos de los enemigos que buscan nuestra perdición eterna (el demonio, el mundo y la carne). Los negocios (negación del ocio, o de la actividad contemplativa) son peligrosos, porque nos distraen de lo que debe ser nuestra única preocupación («lo que en definitiva importa es que te salves; lo demás importa más o menos»). Por eso, si nos es posible, debemos alejarnos del mundo, para vivir los consejos evangélicos (pobreza, castidad y obediencia).
El Barroco murió lentamente en el siglo XVII. El siglo XVIII vio grandes transformaciones, que concluyeron con los procesos de independencia de inicios del siglo XIX. Pero esas transformaciones fueron causadas por influencias externas. A los hispanoamericanos, la Modernidad nos sorprendió amodorrados. Poco a poco, a lo largo del siglo XIX, presenciamos la decadencia de España y con ella la de nuestra cultura. En 1898 fue el acabose. En las aguas de Filipinas el honor español fue hundido por los cañones de los buques de acero norteamericanos. Y en Hispanoamérica, nos vimos forzados a hacer negocios (negación de lo más noble) con los yankees, que siempre están ocupados (busy) en sus business, transformando el tiempo en oro.
Es difícil cambiar la mentalidad de toda una cultura que durante siglos ha visto el trabajo como «tripalium», o instrumento de tortura, y no como medio de encuentro con Dios. Las procesiones son vestigios de una cultura en la que se enseñaba a vivir de cara a la eternidad.