Publicado originalmente el 18 de marzo de 2023 en PrensaLibre.
En cualquier proceso público, genera desconfianza la posibilidad de que alguien con poder influya sobre los resultados tras bambalinas para sacar una ventaja particular. Una forma de minimizar las sospechas es intentando fijar reglas claras, y reduciendo la arbitrariedad en las decisiones.
Pensemos en las subastas públicas o los bingos. Una subasta transparente declara ganador a quien haga la oferta más alta, o más baja, a sobre cerrado. Los sobres se entregan, y abren, en horarios anunciados y frente a testigos, para evitar la colusión y el trasiego de información entre los participantes y los organizadores. Un árbitro dirige con escaso poder discrecional el proceso. De igual forma, el locutor que canta un bingo se limita a verificar que el ganador completó la fila o el cartón con los números que él llamó en voz alta. Reclamaríamos si dicho locutor deniega el premio a un ganador porque está mal vestido o practica una religión que le desagrada.
En contraste, es casi imposible evitar la subjetividad al juzgar las competencias de canto o baile, aunque se establezcan parámetros objetivos para evaluar cada audición, como la calidad de voz, el apego al ritmo o una buena dicción. En las competencias de Got Talent, por ejemplo, no es raro que los jueces favorezcan a concursantes que sufrieron maltrato en la escuela o atraviesan un duelo, por encima de sus dotes artísticos. Simon Cowell, el empresario y ejecutivo británico que sirve como juez en X Factor y Got Talent, es literalmente un príncipe que hace estrellas o destruye incipientes carreras. En estos programas, los jueces suelen diferir respecto de los méritos de una presentación, y muchas veces termina en un inapelable «pues a mí me gusta» porque no logran conciliar sus opiniones encontradas. Y qué decir de la aparente politización de la escogencia de Miss Universo o del premio Nobel de la Paz, entre otros ejemplos.
En la arena política, algunas de las reglas son claras y otras no. Por ejemplo, con una calculadora y cifras oficiales, arribamos al mismo dato respecto del número de ciudadanos en goce de sus derechos políticos que necesita afiliarse a un partido político para ser inscrito por el Tribunal Supremo Electoral. Admite más discusión la determinación de que una publicidad política es inadmisible o falta de moral, o que una donación provino de fuentes ilícitas. El artículo 113 de la Constitución eleva la esperanza de que ocupen cargos públicos únicamente las personas que cumplan con las condiciones de «capacidad, idoneidad y honradez». Es un loable fin, pero, en concreto: ¿cómo se mide la virtud, más allá de revisar si un competidor tiene antecedentes penales? ¿Quién decide? ¿Qué pasa cuando la reputación de quien juzga es también cuestionada? ¿O cuándo alguien es falsamente acusado de cometer delitos, para sacarlo de la cancha de juego? ¿Qué pasa cuando la estrategia dominante de los jugadores es tirar lodo en todas direcciones?
Aquí y en otros países (solo observe la sucia pelea entre demócratas y republicanos en Estados Unidos), se erosiona la credibilidad del proceso cuando se judicializa la política y se politiza la justicia, y también cuando se abusa de las barreras de entrada, las cuales, por su naturaleza subjetiva, admiten antojadizas interpretaciones. Al final, los votantes nos sentimos minusvalorados. En la urna, confrontamos un menú del cual algunos platillos fueron eliminados, y la gran mayoría de los que sí se presentan, fueron contaminados por acusaciones de barbaridades que nosotros somos incapaces de constatar. Para curar al sistema, tenemos que fijar reglas de clara interpretación que creen una competencia lo más sana que sea posible.