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Publicado originalmente el 25 de julio de 2022 en Prensa Libre.

¿A costa de qué se dispensan los privilegios sectoriales?
Los actuales guerreros de la “justicia social” son muy distintos de los activistas sociales de antaño. Cuando las sufragistas o los esclavos liberados lucharon por el derecho civil a votar en las elecciones, entre otras cosas, pedían un trato en igualdad de condiciones con los demás ciudadanos. Requerían de las otras personas el respeto a su vida, su libertad y su propiedad, y nada más.

En cambio, cuando un grupo de presión exige beneficios y legislaciones especiales para sus miembros, pide apropiarse de bienes ajenos. En vez de pedir que se eliminen las barreras y los obstáculos que limitan el florecimiento a través del trabajo honrado, piden que se les mantenga. Usan el lenguaje de derechos —de la mujer, de las minorías raciales, a la vivienda, etc.— pero su pretensión es un privilegio, no un derecho general y abstracto. Irónicamente, se denomina “justicia social” al proceso mediante el cual se confiscan bienes y servicios ajenos, bajo cobijo de la ley y al amparo de la coerción estatal. A su entender, simplemente rectifican un agravio histórico cometido contra miembros de su colectivo. Con frecuencia, las injusticias señaladas son reales y dolorosas, pero pagan personas que ningún daño personal han hecho a quienes se retratan como víctimas.

La igualdad ante la ley es la base de la cooperación pacífica que trae la prosperidad generalizada. Nos brinda la oportunidad para forjar el bienestar de nuestras familias, sin interferencia de los demás, ni tampoco del gobierno. El respeto a la vida, la libertad y la propiedad no constituyen garantías de éxito. Las personas libres asumen con responsabilidad las consecuencias de sus elecciones, buenas y malas.

En cambio, quienes piden privilegios buscan asegurar sus ingresos. Los privilegios solo pueden ser satisfechos cuando el gobierno hace acopio de su capacidad de coacción, y convierte la maquinaria gubernamental en un dispensador de favores. Diseña modelos obligatorios, no opcionales. Proliferan las leyes y los programas; se multiplican los grupos clamando una tajada del presupuesto estatal. Aumenta la carga tributaria, la deuda pública y la inflación. Para atender cada vez más intereses especiales, crece la burocracia estatal. La burocracia misma se vuelve un grupo de presión que a su vez vive de la productividad ajena. En la medida en que se van abultando las funciones y atribuciones gubernamentales, se va carcomiendo la libertad de los gobernados. Este juego da lenta muerte a la gallina que pone los huevos de oro y financia todo, pues desalienta la actividad productiva con onerosos impuestos y regulaciones engorrosas. ¿Para qué producir, y crear riqueza, se cuestiona el productor, si otros se apropiarán de los frutos de su trabajo?

Los políticos son cómplices de los grupos de interés. Claramente, un candidato obtiene una ventaja de corto plazo si promete repartir casas, educación, salud, comida, láminas y más. El candidato populista no explica de dónde sacará el dinero para cumplir con sus múltiples promesas; el votante confía en poder consumir servicios sin pagar por ellos. El populista ganará la elección, sobre todo si su rival es un político decente que exhorta a la ciudadanía a respetar el Estado de Derecho y a trabajar duro.

En el largo plazo, perdemos todos, incluidos los políticos oportunistas y los grupos privilegiados. No solo se erosionan los derechos verdaderos que sustentan la cooperación pacífica, sino se siembran envidias, rencores y conflictividad. La política rentista, crony o mercantilista no solo hace estragos en materia económica, social y cultural, sino también mina los cimientos de sistemas políticos participativos y abiertos.

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