Homilía del 22 de octubre de 2023
Hoy hemos escuchado el relato del modo como Jesús respondió a una pregunta capciosa que le plantearon algunos fariseos confabulados con los del partido de Herodes. La pregunta tenía la intención de hacer caer a Jesús en alguna respuesta embarazosa o comprometedora. Querían de Jesús una respuesta que le hiciera perder prestigio delante de sus seguidores y admiradores o que fuera motivo de acusarlo del delito de sedición ante las autoridades romanas. El episodio tuvo lugar en Jerusalén. Él había sido recibido en la ciudad con aclamaciones mesiánicas y se había enfrentado con las autoridades religiosas y civiles por medio de las parábolas que hemos leído en los domingos pasados. Ahora la pregunta tiene que ver con el conflicto que pueda haber entre las obligaciones religiosas para con Dios y las obligaciones fiscales para con el Imperio romano.
Recordemos que la tierra de Jesús estaba ocupada, gobernada y subyugada por el imperio romano. Los romanos dejaron en manos de las autoridades religiosas de Jerusalén todas las cuestiones relacionadas con el culto a Dios. Se hacían peregrinaciones al Templo para dar culto a Dios, se realizaban allí las oraciones y los sacrificios. Da la impresión de que en ese punto los judíos tenían mucha libertad y autonomía. Pero también tenían obligaciones hacia el poder imperial que los gobernaba: el pago de impuestos. Los publicanos se ocupaban de cobrar ese tributo y esa era una de las causas por las que eran tenidos por pecadores públicos. Pagar el impuesto voluntariamente era reconocer el hecho de que Roma los gobernaba; era un acto de sometimiento. Para un pueblo que en el templo cantaba salmos en que reconocía a Dios como su rey y señor, que esperaba el Mesías libertador, pagar impuestos a Roma era como traicionar a Dios. La lealtad a Dios y el reconocimiento del poder imperial parecían incompatibles. Ese es el contexto del incidente.
Los enviados a plantearle la pregunta a Jesús lo abordan con grandes elogios: Maestro, sabemos que eres sincero y enseñas con verdad el camino de Dios, y que nada te arredra, porque no buscas el favor de nadie. Son palabras con las que los personajes pretenden acorralar a Jesús para que diga la verdad de lo que piensa y así esperan más fácilmente inducirlo a una respuesta comprometedora. Dinos, pues, qué piensas: ¿Es lícito o no pagar el tributo al César? Si Jesús responde que sí, parece un colaboracionista y pierde su fama de Mesías liberador, pues muchos esperaban que el Mesías trajera la liberación política de Judea. Si Jesús responde que no, puede ser acusado ante las autoridades romanas de incitar a la insurrección fiscal.
Jesús no responde de inmediato. Cala con su mente la malicia de sus intenciones. Se da cuenta de que le han tendido una trampa. La pregunta no es sincera, sino capciosa, engañosa, interesada en que dé un traspié. Sin embargo, Jesús no rehúye el reto. Responde con energía y seguridad: Hipócritas, ¿por qué tratan de sorprenderme? Enséñenme la moneda del tributo. —Ellos le presentaron una moneda—. Es necesario saber que en Judea circulaban muchos tipos de moneda. Circulaban monedas romanas, judías, griegas y otras. Las ofrendas al templo se hacían con moneda acuñada en el templo. Los impuestos se pagaban con monedas imperiales. Por eso Jesús pide que le enseñen la moneda apta para pagar el impuesto, que tenía acuñado el perfil del emperador. Cuando se la trajeron, Jesús devolvió la pregunta a sus interrogadores: ¿De quién es esta imagen y esta inscripción? Por supuesto, la imagen y la inscripción eran las del César, las del emperador romano.
Era la moneda que los interrogadores utilizaban para sus negocios y sus compras; era la moneda que aceptaban para sus transacciones financieras. ¿Por qué tener escrúpulos de pagar los impuestos, si el uso cotidiano de la moneda para otras operaciones comerciales y financieras era otra forma de reconocer el dominio romano? Además, las obligaciones fiscales hacia las autoridades humanas en nada menoscaban las obligaciones morales y religiosas para con Dios. Los interlocutores de Jesús respondieron correctamente, la efigie y la inscripción eran del César, del emperador. Por eso Jesús sentencia: Den, pues, al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.
Esa frase de Jesús ha sido leída, meditada e interpretada a lo largo de los siglos. No vamos a relatar aquí esta historia. En primer lugar, la frase significa que no hay incompatibilidad entre el cumplimiento de las obligaciones civiles y las obligaciones con Dios. Los interlocutores de Jesús partían de la idea de que eran incompatibles y que había que optar o por Dios o por el César. Jesús dice que no; no hay tal incompatibilidad. Pero ¿hay alguna relación entre ellos o cada uno va por su cuenta?
Ciertamente, César, es decir, el imperio o por extensión, la organización política de los estados o los gobernantes no están a la par de Dios. Dios y el César no son comparables ni están en pie de igualdad. Y si Dios, y por extensión, Jesucristo, es rey de reyes y señor de señores, Dios está por encima del César. Pero aquí hay que andar con cuidado. El término César se puede referir al Estado o a sus gobernantes y funcionarios. Pero no debemos confundir a Dios con su Iglesia y sus ministros. La Iglesia y sus ministros hablamos en nombre de Dios, pero no somos Dios; celebramos los sacramentos por el poder de Dios, pero no somos Dios. La Iglesia está sujeta a Dios y nosotros sus ministros somos responsables ante Dios. Pero el César también; el César le debe a Dios obediencia y reconocimiento.
La política no es un campo sin ley moral. Hay teóricos de la política que dicen que el príncipe, el gobernante, actúa según su interés. Pero el gobernante cristiano tiene conciencia y debe actuar en la gestión de la cosa pública según la ley moral de Dios. Los ciudadanos tenemos obligaciones para con el Estado y sus gobernantes; son obligaciones estipuladas en la ley. También tenemos obligaciones para con Dios: debemos cumplir la ley moral y darle reconocimiento y culto. Pero también quienes ejercen la autoridad tienen obligaciones para con Dios. El César debe reconocer la soberanía de Dios. El Estado es independiente de la Iglesia, pero no de Dios. Los gobernantes y funcionarios ejercen sus funciones según las propias leyes con independencia de la Iglesia, pero sujetos en conciencia a Dios y a su ley moral. El olvido de Dios en la política quizá esté en el origen de la corrupción que nos empobrece.
✠ Mario Alberto Molina, O.A.R.
Arzobispo de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán