La mayordomía como mandato cultural del cristiano

por | Blog Fe y Libertad

Ago 14, 2024

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Este artículo fue publicado originalmente en el blog de Acton Institute el 5 de junio de 2019.

Traducido por Jessica Paduán para el Instituto Fe y Libertad.


Las cuestiones económicas implican, en primer lugar y sobre todo, una mayordomía de los recursos. Para entender adecuadamente esta tarea, debemos empezar con las doctrinas de la creación y la providencia. Nuestro mandato, basado en la creación (que no ha sido anulada ni alterada), es que cocreemos (con Dios, basándonos en la imagen de Dios, su semejanza); que desarrollemos, demos forma y ampliemos lo que Dios ha llamado a la existencia. Para ello, utilicemos los recursos infinitos y variados que ha puesto a nuestra disposición, además de nuestros dones y habilidades personales. Es necesario enfatizar que los principios de mayordomía surgen de la doctrina de la creación y están anclados en ella. Según la narrativa de Génesis, la humanidad —como corregentes— debe desarrollar todo lo que Dios ha creado.

Los principios de la mayordomía también se derivan de la doctrina de la providencia divina, por la cual entendemos que todas las cosas son sostenidas continuamente por el Soberano Señor Dios Todopoderoso, el Creador. Este proceso –el cual los teólogos llaman el período del «ya pero todavía no» (logrado mediante la cruz y la resurrección, pero esperando su cumplimiento total)– encuentra su consumación en el eschaton, momento en el cual la creación no es simplemente arrojada a un montón de cenizas cósmicas, sino que continúa, aunque transformada. Los nuevos cielos y la nueva tierra reflejan el hecho de que lo que ha sido llamado a la existencia por el Creador no deja de ser; más bien, continúa, aunque en un estado transformado y glorificado. La realidad de las doctrinas de la creación y la providencia sustentan la importante –aunque descuidada– doctrina del juicio según las obras. Esta doctrina no juega con la tendencia católica hacia la justificación por las obras ni con la tendencia protestante a descuidar la importancia de nuestras obras terrenales. Más bien, subraya el principio económico de la mayordomía, pero me estoy adelantando.

Es necesario mencionar textos importantes del Nuevo Testamento que subrayan la realidad de Cristo como creador y redentor. Es asombroso cómo la enseñanza y la predicación cristianas estereotipadas pasan por alto por completo las ramificaciones tanto de la creación como de la redención. El autor de Hebreos señala, en su introducción, que el Hijo es la Obra de la Sabiduría «heredero designado de todas las cosas», y que este Hijo «hizo el universo» y «sustenta todas las cosas con la palabra de su poder» (Hebreos 1:2-3). Pablo, en su introducción a la carta escrita a los cristianos de Éfeso, escribe que, «en el cumplimiento de los tiempos», «todas las cosas, tanto las que están en los cielos como las que están en la tierra» fueron «reconciliadas» con Cristo (Efesios 1:10). Y el texto magistral del Nuevo Testamento, también paulino, lo encontramos en Colosenses 1, donde el apóstol declara que por el Hijo fueron creadas todas las cosas en el cielo y en la tierra —lo material y lo inmaterial, lo visible y lo invisible— y que no solo todas las cosas fueron creadas por medio de él sino para él. Por si fuera poco, en el mismo periscopio Pablo repite esta asombrosa verdad: todas las cosas han sido reconciliadas con Cristo (vv. 16-20).

Lo que suele faltar en la enseñanza y la predicación contemporáneas es una conciencia más plena de las ramificaciones de la doctrina de la encarnación. Consideremos cómo el Creador interactúa con su propia creación y la transforma, como se señala en el prólogo del Cuarto Evangelio: «En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios… Por medio de él [es decir, el “Verbo”] fueron hechas todas las cosas; sin él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho» (Juan 1:1-3 NVI). Consideremos estos pronunciamientos notables. El «Verbo» (es decir, el logos, que puede traducirse legítimamente como «palabra», «comunicación», «razón» o «lógica») era divino, Dios mismo. Además, ese «Verbo» se encarnó; «se hizo carne y habitó entre nosotros», leemos unos versículos más adelante (v. 14 NVI). Como encarnación del Creador, el «Verbo» continúa anunciándose a sí mismo en el mundo que él mismo creó.

La pregunta que me gustaría plantear es esta: ¿Con qué estándares se anuncia Dios en el mundo que Él mismo creó? ¿No nos alegramos enormemente de que Dios no se comunicara de una manera mediocre? Él dio lo mejor de sí. Y nosotros también deberíamos hacerlo, encarnando su vida en nuestro entorno cultural. Además, Dios es la «Palabra», el comunicador maestro. ¿Dónde, nos podemos preguntar, están los cristianos que aspiran a convertirse en periodistas, escritores, redactores de políticas y guardianes de nuestro mundo contemporáneo? Basado en mis tres décadas de docencia, principalmente en un entorno cristiano de artes liberales, me entristece decir que relativamente pocos parecen motivados a entrar en estos ámbitos estratégicos de influencia. Para reiterar: Dios encarnado es, ante todo, el Logos, la Palabra, el comunicador maestro. Luego de comprender su naturaleza encarnada, seamos excelentes comunicadores en y para el mundo. Esta comprensión de la encarnación es central para una correcta comprensión de la mayordomía. La mayordomía de la creación, por tanto, y en particular de la cultura, depende del núcleo de la economía; las doctrinas de la creación, de la providencia, de la redención y de la encarnación son el eje de esta mayordomía. No sorprende que la noción de mayordomía aparezca en las enseñanzas de nuestro Señor y, específicamente, en su uso de la tradición sapiencial y las parábolas. Muy brevemente, me gustaría que consideremos una de esas parábolas, comúnmente conocida como la parábola de los talentos, que se encuentra en Mateo 25.

Antes de empezar, de todos modos, convienen unas palabras breves sobre las reglas de la enseñanza y la narración de las parábolas en la antigua tradición y literatura sapiencial. En primer lugar, las parábolas surgen de situaciones cotidianas y reales, a diferencia de las alegorías; representan encuentros personales con personas en situaciones típicas, desafiando al oyente de maneras que el lenguaje abstracto simplemente no hace. En segundo lugar, siempre implican contraste, enfrentando a los sabios contra los necios, la virtud contra el vicio, o algo similar. En tercer lugar, casi siempre emplean la regla de los tres: por ejemplo, tres viajeros en la parábola del buen samaritano, tres personas que se excusan en la parábola de la gran cena, y en nuestro caso tres mayordomos a quienes se les dan diversos «talentos» y campos de inversión. En cuarto lugar, siguen la regla del clímax, por la cual el foco recae sobre la última persona o acción (como es especialmente el caso en la parábola de los talentos). Y finalmente, las parábolas siempre buscan un veredicto, buscando evocar una respuesta, como «¿Qué piensas?» o «El que tenga oídos para oír, que oiga» o «Mirad, juzgad vosotros mismos».

Con esto, consideremos la parábola de los talentos (Mateo 25:14-30). En los tiempos del Nuevo Testamento, cabe señalar que un talento era una unidad monetaria y significaba mucho dinero. Hoy, un talento valdría mucho. La persona de cinco talentos podría valer entre USD 25 000 y USD 250 000; la persona de dos talentos, entre USD 10 000 y USD 100 000; y la persona de un talento, entre USD 5000 y USD 50 000, dependiendo de cómo se comporten el mercado de valores y las economías locales. Sin embargo, las cantidades precisas no importan y son solo ilustrativas, ya que la parábola trata de la fidelidad como administrador, no simplemente de las finanzas.

Si consideramos la parábola a través de los ojos de la técnica de la sabiduría que utiliza Jesús, nos parecen relevantes y aplicables varias lecciones:

  • El amo da dones diferentes; los seres humanos como mayordomos tienen talentos diferentes; y note el lenguaje: el amo los llama y les confía –les pone a cargo– de varios ámbitos. Lo mismo es cierto de Dios.
  • El amo se va por un tiempo prolongado, no especificado; los sirvientes no saben cuándo regresará, pero se supone que su regreso no es inminente.
  • Lo que importa no es el don o talento en sí o la cantidad; lo que importa es cómo lo usa el mayordomo.
  • El amo no exige de una persona lo que esa persona no posee; lo que sí exige es que cada persona use al máximo el talento y la capacidad que se le han dado. Lo mismo es cierto de Dios.
  • Servir es la motivación que guía el uso de los diversos dones y talentos; servir es la esencia de ser un mayordomo.
  • Dos de los tres mayordomos reciben elogios y recompensas por su trabajo o servicio «bien hecho», lo que indica que el propio amo recibe gran alegría cuando se hacen inversiones, y sugiere una doctrina de responsabilidad y recompensas. Dios recibe gran alegría y recompensa a las personas en consecuencia.
  • Parte de esa recompensa es que se les dé más trabajo o más responsabilidad. A quienes han sido fieles en la inversión, se les da más.
  • Ninguna inversión o multiplicación de nuestras habilidades o talentos, es decir, ningún acto de dar un paso de fe, desagrada al amo; lo que le desagrada es la falta de voluntad para asumir riesgos e invertir. Lo mismo podría aplicarse a Dios.
  • El tercer mayordomo, claramente, está preocupado por el riesgo, el cambio y la responsabilidad. Curiosamente, tiene una visión distorsionada del amo y, en consecuencia, no hace nada. Mucha gente tiene una visión distorsionada de Dios.
  • Este mayordomo de un solo talento no «perdió» su don durante la ausencia del amo; simplemente no hizo nada con él, lo que resultó en el desagrado del amo. 
  • Pero no usar o «invertir» lo que se nos ha dado es, al final, perderlo, y esta es la nota con la que concluye la parábola.

Lo que podríamos decir de esta parábola es que, lejos de ser una historia inofensiva o entretenida, es una lanza clavada en el costado del oyente, por así decirlo —o un puñetazo en la cara— debido a la verdad que encierra. No le pregunta al oyente cuánto tiene, sino qué está haciendo con lo que le han dado. Si bien es cierto que los seres humanos son creados iguales en términos de su valor y dignidad, no todos son iguales en términos de su motivación, resolución, iniciativa, disposición a asumir riesgos por fe y deseo de servir.

Las lecciones de mayordomía que enseña la parábola de los talentos son muchas (y sin duda otros lectores de la parábola detectarán en ella cosas que yo no veo), pero todas ellas son expresiones de una ley central del universo, una ley que es tan verdadera y constante como la ley de la gravedad. Es la ley de sembrar y cosechar. Cosechamos lo que sembramos. Esto es cierto tanto en el mundo material como en el espiritual, en la economía y la moral, en la vida privada y pública; es sencillamente imposible evitar esta ley. Permítanme señalar su corolario: la fidelidad en lo pequeño conduce a la fidelidad en lo grande. Consideremos también lo inverso: la infidelidad en lo pequeño dará como resultado la infidelidad en lo grande. Si a alguien no se le pueden confiar entidades, bienes o riquezas más pequeñas, ¿cómo se le pueden confiar responsabilidades mayores o riquezas mayores? Hay que recordar que la pérdida que enfrenta el mayordomo renuente en la parábola de los talentos no es simplemente una amenaza; es una ley material y espiritual. Es decir, si descuidamos el uso de nuestro don, este se desvanecerá, desaparecerá. La implicación es que al no invertir nuestro talento al servicio de Dios, debemos vivir con el tormento de saber que desperdiciamos o despreciamos los dones que Dios nos ha dado. Como mínimo, entonces, la parábola nos instruye a responder, y con sabiduría, coraje y energía suprema invertir lo que Dios nos ha confiado.

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