Todas las civilizaciones que han pasado por esta Tierra han establecido una filosofía del trabajo, variando entre cada una, el valor que le daban al trabajo, qué posiciones juegan los trabajadores en la sociedad y la importancia del trabajo en sí en la cultura. El cristianismo no es la excepción y, en muchas ocasiones, jugó un papel contracultural en el lugar a donde llegaba. Un ejemplo de este papel podemos verlo en la cultura occidental, principalmente en la zona de Roma. Louis Rougier (1971) en su libro: El genio de Occidente indica lo siguiente:
«Los antiguos creían que un hombre libre debía de ser un hombre de medios que no tuviera que trabajar, a fin de que pudiera dedicar sus energías a los asuntos del estado… Los monjes de Occidente, al incorporar el trabajo manual en sus reglas monásticas, hacían del trabajo parte del opus Dei, la obra de Dios».
Nosotros, como personas que vivimos en esta cultura, seguimos viendo hasta la fecha los frutos de ese cambio cultural y de pensamiento. Pero ¿qué establece esta filosofía que revolucionó la forma de pensar de los antiguos y persiste hasta nuestros días?
Cristo no nació en la alta sociedad, quienes se dedicaban a «filosofar» o a ser gobernantes. Él fue hijo de un carpintero y cuando creció también trabajó de eso (Marcos 6:3). La palabra usada para carpintero viene del griego: tékton, que significa: «artífice (como productor de telas), es decir (específicamente) artesano en madera». Jesús mismo fue trabajador en un principio. Además, en Mateo 20, Él cuenta la Parábola de los obreros de la viña, en donde narra cómo el viñero contrata a quienes no estaban haciendo algo en la plaza. Jesús no solo predicaba de la importancia de estar ocupado, también lo enseñó con el ejemplo. Como tal, el cristianismo bien aplicado implica a personas trabajadoras y comprometidas.
Regresando al principio, cuando Dios creó a Adán, el propósito principal de él fue labrar y guardar el Edén (Génesis 2:15). En el original hebreo, «trabajar» o «labrar» hace referencia a todo sentido del cuidado que un jardín requiere: arar la tierra, cultivarla, manejarla, cuidar a los animales que habitan en él, etc. El trabajo dignifica a la persona al darle un sentimiento de pertenencia con lo que hace, al darle una responsabilidad. Ser responsable de algo porque me han confiado eso, conlleva a darle un propósito a cada vez que me levanto en las mañanas, ya que me da un destino que alcanzar y metas que lograr, en otras palabras, me siento necesario. Moverme en ese propósito implica también cuidarme para ser capaz de desempeñar mi trabajo correctamente. No tiene solo un efecto en la percepción que tengo de mí mismo, afecta también mi salud física y mental. Debo reconocer que actualmente hemos llevado muy lejos esta parte del propósito, ya que hemos basado nuestra identidad en el trabajo que desempeñamos o el puesto que tenemos, cuando mi identidad viene de la relación de hijo que tengo con Dios y del sacrificio que Jesús hizo en la cruz. Propósito no es sinónimo de identidad, pero sí tienen relación y es muy estrecha.
La filosofía cristiana del trabajo tiene un elemento importante, y es que no es extremista, sino que contempla un balance entre el trabajo y el descanso. «Fueron, pues, acabados los cielos y la tierra, y todo el ejército de ellos. Y acabó Dios en el día séptimo la obra que hizo; y reposó el día séptimo de toda la obra que hizo» (Génesis 2:1-2 RV60). Si creemos en un Dios omnipotente ¿por qué descansó el séptimo. día entonces? Dios quería darnos el ejemplo de que no tenemos que omitir el descanso porque es improductivo. Él no necesitaba descansar ese día, pero un buen maestro enseña con el ejemplo y no contradice lo que afirma. Más adelante, en Eclesiastés 3, Salomón redacta un párrafo recalcando la importancia de comprender que existe un tiempo para todo, comparando a muchas acciones opuestas. La relación trabajo-descanso no es la excepción. Como toqué anteriormente, el propósito me ayuda a mantener buena salud mental y física, pues me vincula directamente con lo que hago. El descanso es el momento donde renuevo fuerzas y recupero la energía que invertí en mi trabajo. No es sano trabajar veinticuatro horas al día, los siete días de la semana, y la Biblia enfatiza en tener tiempos de descanso. El desmotivado Elías recobró fuerzas cuando estaba huyendo de Jezabel después de haber comido, bebido y dormido, tal como el ángel le indicó que hiciera (1 Reyes 19). Buscar mantener un balance es lo ideal y lo más sano que se puede hacer. Con ello, estaríamos obedeciendo a la palabra.
El ser humano tiene un anhelo profundo de sentirse necesario y saber que él está acá por un propósito. Desea saber de qué, con el fruto de sus manos, está aportando su «grano de arena» al gran reloj llamado «sociedad» y desea que el resto de los individuos noten ese aporte. La cultura occidental fue altamente influenciada por el cristianismo, evidencia de ello es nuestra forma de ver el trabajo. Si nos mentalizamos de que Jesús enseñó la importancia del trabajo, enseñándolo no solo con palabras, también con el ejemplo, nuestra forma de ver el trabajo puede mejorar considerablemente. Quiero recalcar la importancia de no basar nuestra identidad en lo que hago y de guardar tiempos para Dios, nuestros seres queridos y para reponer fuerzas. El primero nos ayuda a ser mejores personas y el segundo a mantener una buena salud. El cristianismo, por medio del trabajo, nos invita a colaborar, no ser dependientes o «cargas» ante la sociedad y a ser responsables en nuestro trabajo y con lo que me ha sido confiado.