Escuchamos, no juzgamos. ¿Qué tan abiertos somos a la libertad de expresión?

por | Blog Fe y Libertad

Tiempo de lectura: 4 minutos

Publicado originalmente el 6 de enero de 2025 en ILAD Media.

Hace unos meses, una tendencia conocida como «escuchamos, no juzgamos» se viralizó en redes sociales. Esta propuesta buscaba generar espacios seguros para que las personas compartieran opiniones impopulares o que, en un entorno dominado por la corrección política, serían duramente criticadas, mal percibidas o incluso canceladas. Lo más sorprendente de estos espacios fue la reacción de apoyo que suscitaban. Los videos asociados a esta tendencia se llenaron de comentarios de usuarios que admitían pensar de manera similar pero que nunca se habían atrevido a manifestarlo en público.

Este fenómeno nos invita a reflexionar sobre un problema fundamental: ¿por qué es necesario crear «espacios seguros» para expresar nuestras opiniones? Vivimos en sociedades que se jactan de ser más libres y democráticas, pero el miedo a hablar parece ser mayor que nunca. 

La paradoja es evidente. Mientras se promueve la inclusión y el respeto, también se fomenta una cultura donde cualquier opinión que contradiga los dogmas actuales es vista como peligrosa y merecedora de sanciones sociales, o incluso legales.

Una de las razones de este fenómeno radica en el desplazamiento de valores objetivos hacia el dominio de los sentimientos y la autopercepción como ejes centrales del ser y del bien. Esta evolución ha transformado cualquier opinión contraria en una agresión potencial. Bajo esta lógica, disentir ya no es un acto normal en un debate sano, sino una transgresión que debe ser castigada. Este cambio cultural ha generado un clima donde expresar ideas impopulares se percibe como un acto de valentía casi heroica.

El miedo a expresar opiniones públicas disidentes se explica bien a través de la teoría de la espiral del silencio, desarrollada por la politóloga alemana Elisabeth Noelle-Neumann. Esta teoría sostiene que las opiniones públicas se forman y evolucionan dentro de una sociedad, pero que muchas voces desaparecen en el proceso por temor al aislamiento social. Las personas prefieren callar antes que arriesgarse al rechazo, especialmente cuando perciben que sus ideas son minoritarias o contrarias a la opinión dominante.

¿Cómo llegamos a este punto? Una de las razones principales es la percepción de una «opinión mayoritaria» que, muchas veces, no refleja la realidad. En el entorno de las redes sociales, donde las ideas se viralizan y polarizan con rapidez, parece que hay ciertas opiniones que dominan la narrativa pública. Estas, al ser percibidas como las «correctas» o aceptables, son adoptadas y amplificadas por más personas, independientemente de si verdaderamente representan a la mayoría. Este fenómeno crea un ciclo en el que las voces disidentes se vuelven más silenciosas, reforzando la aparente hegemonía de la opinión mayoritaria.

La cultura de cancelación también ha jugado un papel crucial en esta espiral del silencio. Las redes sociales actúan como un tribunal público en el que una opinión impopular puede desencadenar consecuencias inmediatas y devastadoras para la reputación y las oportunidades de una persona. Este entorno hostil ha llevado a muchos a buscar refugio en perfiles anónimos o cuentas falsas, donde sienten que pueden hablar sin temor a represalias. Pero, ¿es realmente saludable para una sociedad que el debate se traslade a espacios clandestinos?

Otro factor que alimenta este fenómeno es la falta de tolerancia hacia el desacuerdo. En lugar de ver las diferencias de opinión como una oportunidad para enriquecer el debate público, se tiende a etiquetar a quienes disienten como enemigos o amenazas. Esta polarización sofoca el diálogo y refuerza el miedo al rechazo. Así, las personas terminan autocensurándose, lo que no solo empobrece la discusión pública, sino que también limita la capacidad de una sociedad para enfrentar problemas complejos desde diversas perspectivas.

Hay una diferencia fundamental entre disentir y demonizar. La libertad de expresión debe incluir la posibilidad de equivocarse, de aprender y de cambiar. Pero esto solo es posible si dejamos de percibir las opiniones contrarias como amenazas existenciales y las abordamos con apertura y respeto.

La tendencia «escuchamos, no juzgamos» puede ser un punto de partida para reflexionar sobre cómo reconstruir el espacio público como un lugar de intercambio genuino de ideas. Es necesario fomentar una cultura donde disentir no sea un acto de rebeldía, sino una parte integral de la vida democrática. Si seguimos permitiendo que el miedo al rechazo domine nuestras conversaciones, estaremos condenando a nuestras sociedades a un conformismo peligroso, donde la libertad de pensamiento y expresión se sacrifican en nombre de la «empatía» y la mentira.

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