De pronto pocos saben por qué a los que llevan el nombre de José se les dice Pepe. Pues cuando se celebraba la misa en latín, al nombre de José seguían dos «P» puntuadas por «Pater Putativus», pero muchos sacerdotes leían sencillamente Sanctus Joseph pe pe, así que fue quedando José pepe. Bueno pero viniendo a ese grande santo, debo decir ante todo que hablar de él no me queda nada fácil, por lo poco que sabemos de él. No tenemos palabras suyas, no hay detalles acerca de él más que una fundamental presentación como: «Hombre Justo»; hombre de clase sencilla que vivía de su trabajo: la carpintería. Sin embargo, después de la Virgen María, no tengo duda de que en la tierra, nadie ha recibido una misión más alta que él: Representar la misma Paternidad de Dios Padre, frente a su Hijo que se hacía hombre encarnándose en la Virgen María. Es tan alta y sublime esta misión que solo la hubiera podido cumplir a cabalidad, alguien tan «bajo», sí bajo, pues me refiero a lo humilde. Los auténticos grandes son humildes, pues no necesitan alardear, presuponer, sencillamente son verdaderos.
Ahora de la humildad de San José y en general de sus virtudes, resaltaría en especial un aspecto que considero, hoy más que nunca, fundamental: su silencio. Pensemos que en los evangelios, de él no tenemos ninguna palabra. A pesar de ello, bien sabemos las importantes decisiones que tuvo que tomar. Su presencia fue definitiva en momentos clave, pero de él, ni palabra. Para este mundo demasiado ruidoso, bullicioso donde las palabras son tantas que van perdiendo significado, me parece adecuado reflexionar sobre el silencio. Silencio recogido, silencio elocuente.
Cuando el Ángel Gabriel le habla, lo hace en sueños, pero él entiende, reflexiona y actúa.
José, al lado de María, es el esposo atento, responsable, decidido pero callado. Toma las grandes decisiones con firmeza, sin excusas, sin pedir aclaraciones, sin titubeos. Supo acoger a María en su casa a pesar de las malas lenguas de la gente, pues era claro que ya la prometida esperaba un hijo. Salió hacia Belén para cumplir la ley del imperador romano, a pesar de que la esposa estaba ya muy cerca de dar a luz. Emprendió el gran viaje hacia Egipto, y está claro que no se trató de una aventura sino enfrentar una inmensa responsabilidad, lo supo hacer con firmeza y determinación. Y en fin, regresó a Nazaret, viviendo del trabajo cotidiano para mantener su familia, la vida diaria. Pero lo encontramos también cuando el Hijo iba a cumplir los doce años y entonces sube con ellos, Jesús y María, al templo. Días misteriosos, días de gran angustia pero como siempre en silencio, presente y disponible al misterio que se iba cumpliendo en él y en su familia.
Silencio que es escucha, reflexión y toma de decisiones. En aquel hogar, aparentemente normal a los ojos del mundo, donde se gestaba el cambio de la historia, la renovación de la humanidad en una verdadera recreación, abundaban la paz y el silencio.
Al contrario, en nuestra sociedad predomina el bullicio, la confusión. Todos hablan, todos lanzan dardos sonoros, todos gritan, y, sin embargo, a pesar del progreso tecnológico, hay mucho vacío y tristeza, aburrición y conflictos que hacen la vida tristemente amarga. Vivimos en una sociedad que nos ha robado el silencio. Ni siquiera de noche es fácil encontrar la paz. Muchos tienen su televisor en el cuarto de dormir, siempre o casi siempre encendido; hay aparatos varios con música, canciones y bla, bla a toda hora. Sin duda hoy en día es demasiado difícil, o casi imposible, la famosa «ruminatio», que alimentaba la vida de los santos. Meditar, reflexionar, ponderar las cosas para no tomar decisiones apuradas. Sin duda, creo sea esta, entre otras, la causa de los matrimonios llamados desechables, los cambios frecuentes de carrera de estudio, como las repetidas e inestables entradas en el mundo del trabajo.
Hace sin duda falta recuperar el valor del silencio, de la calma, de la meditación, de la contemplación. Que bueno sería volver a considerar el ejemplo de tantos grandes santos. Con frecuencia a lo largo de la historia han surgido «profetas silenciosos», grandes hombres que supieron ser determinantes retirándose del mundo, personas que lograban hablar con un estilo de vida más que con palabras, y cuando utilizaban palabras estas eran garantizadas por el testimonio. Pensemos a los padres del desierto como San Antonio Abad, san Pacomio, y los anacoretas; como también los grandes fundadores de la vida contemplativa, los unos proponiendo un estilo de vida eremítica, (eremo quiere decir desierto, soledad) como San Romualdo y los Camaldulenses, o San Bruno con los Cartujos, y otros una vida de tipo cenobítico, (comunitaria) como San Benito y los Benedictinos, y San Bernardo de Claraval con los Monjes Trapenses. Esos estilos de vida los encontramos con las necesarias distinciones, también en las ramas femeninas: por ejemplo las Clarisas de Santa Clara de Asís o las Carmelitas de Santa Teresa de Ávila.
Sin duda, no todos estamos llamados a la vida contemplativa o a alejarnos del mundo, pero creo que todos deberíamos tener nuestra celda interior, nuestra «puya» como la llaman los hinduistas; se trata de lograr una capacidad de vida más que de un lugar en especial, para retirarnos y recogernos, para pensar, para meditar, para tomar las decisiones fundamentales de nuestras vidas.
Y sin duda en todo esto san José además de brindarnos valioso ejemplo nos puede servir de intercesor.