En los últimos años, la palabra «dignidad» ha sido utilizada con frecuencia en diversas narrativas. Es común escuchar que el aborto o la eutanasia están justificados en nombre del derecho a una «vida digna» o una «muerte digna». Sin embargo, este término ha sido tergiversado y alejado de su verdadero significado.
La dignidad es el valor intrínseco e inalienable de cada ser humano, otorgado por el simple hecho de existir. Es un principio reconocido desde la concepción y que implica que toda persona merece respeto, consideración y un trato justo, sin importar su condición social, económica o cultural. Entonces, ¿por qué hemos empezado a medir la dignidad según determinadas circunstancias, como si pudiera ser mayor o menor en función de ellas?
Hoy en día, la dignidad se asocia con la ausencia de dolor, la estabilidad económica o el bienestar emocional, es decir, con criterios que responden a estándares socialmente aceptados. De este modo, se ha convertido en un concepto subjetivo, cuando en realidad es una cualidad inherente al ser humano, independiente de su entorno o condiciones materiales.
El hedonismo imperante ha hecho del dinero, la satisfacción y la apariencia los pilares de nuestra existencia. Así, sin darnos cuenta, hemos llegado a creer que quienes viven en pobreza o padecen enfermedades crónicas tienen vidas menos dignas, reduciendo al ser humano a su utilidad y confort, y estableciendo una discriminación basada en su situación.
Esta distorsión también ha afectado nuestra percepción de la muerte. Se nos dice que una «muerte digna» es aquella que ocurre sin dolor, con pleno consentimiento y en condiciones de paz. Sin embargo, esta visión excluye a quienes enfrentan muertes difíciles o inesperadas, como si esas circunstancias les arrebataran la dignidad inherente a su humanidad.
La obsesión por alcanzar el «máximo bienestar» ha llevado a evitar el sufrimiento a toda costa. Esta mentalidad, sumada a la pérdida del sentido de trascendencia, ha permitido que la idea de la dignidad como algo medible se extienda rápidamente, incluso en ámbitos racionales y académicos.
Si continuamos vaciando de contenido el concepto de dignidad, terminaremos adoptando posturas cada vez más inhumanas, reduciendo la existencia a emociones, experiencias y condiciones materiales. En este camino, inevitablemente regresaríamos a una sociedad donde solo los más fuertes serían considerados «dignos» de vivir.
Es crucial comprender que la dignidad no depende de factores externos y resistir narrativas que, paradójicamente, deshumanizan al ser humano. Solo así podremos construir un discurso coherente y justo, que valore a cada persona por lo que es, y no como un medio condicionado por su entorno.
María José Corzo
🇵🇪 Perú
Abogada por la Universidad de Piura. Coordinadora Parlamentaria del Population Research Institute – Iberoamérica.