En las últimas semanas, tuve la oportunidad de leer La promesa de la política, un conjunto de ensayos escritos por Hannah Arendt. Entre los principales temas que abarca, me fascinó el de la tradición política occidental y cómo sufrió un terrible golpe desde el surgimiento del marxismo. Considerando que el Instituto Fe y Libertad ha estado ahondando sobre la identidad, me parece sumamente relevante exponer aquí las ideas que Arendt plasmó en sus trabajos. Después de todo, una parte sustancial de lo que somos y nuestras experiencias políticas provienen de aquellos conceptos, medios y fines que hemos heredado de esta tradición.
Arendt propuso que la tradición de filosofía política occidental estaba dotada de una sinergia entre tres pilares fundamentales: tradición, autoridad y religión. La tradición es relevante en cuanto a que nos provee una serie de conceptos e ideas con las cuales interpretar la realidad. Es el legado de un proceso de prueba y error de nuestros antepasados. Dicho legado está investido de autoridad, es decir, no está sometido a cuestionamiento. Esto permite que la tradición se preserve y se eviten los errores que nuestros ancestros cometieron, aunque no los recordemos ni entendamos. Finalmente, el aspecto religioso es sumamente relevante, puesto que refuerza la autoridad y socializa la tradición en toda la comunidad, garantizando su continuidad.
Los griegos consideraban que la política realizada en la polis consistía en ir al ágora y discutir los asuntos públicos con los demás ciudadanos en un espíritu de «amistad». Política era escuchar distintos puntos de vista; libertad era, en buena parte, poder navegar en ellos sin miedo a ser coaccionado. Todo ciudadano que pudiese escaparse de la necesidad y el hogar para formar parte de la política era libre.
El padre de la filosofía política occidental es, sin duda, Platón. Algo muy característico de su pensamiento fue su desconfianza en la política del ágora. En efecto, si «política» consiste en tomar en cuenta las opiniones (doxa) y persuadir con las nuestras, entonces esta actividad estaba condenada a no poder encontrar la verdad. En efecto, en el ágora los ciudadanos podían ser astutamente persuadidos a creer falsedades. La opinión de las mayorías podía ser errónea porque se centraba en los asuntos coyunturales. El filósofo, en cambio, se preocupa por los asuntos atemporales, inmutables y, ante todo, la verdad, aquello que trasciende la opinión. Como consecuencia, la tradición filosófica occidental inició con la separación entre filosofía y política.
En cierta manera, la filosofía ha limitado e incluso conducido la política. En la Edad Media, mientras la espada secular se encargaba de los asuntos temporales, la espada espiritual se encargaba de lo eterno y la verdad. Los sacerdotes eruditos se convirtieron en los nuevos filósofos. Discusiones sobre la ley natural, por ejemplo, proveían pautas para juzgar las acciones del rey y sus súbditos. Siglos después, los humanistas discutieron sobre las mejores maneras de educar al príncipe. Más tarde, los ilustrados defendieron otras ideas que inevitablemente alteraron nuestra concepción sobre la política y su propósito.
Sin embargo, en todo este proceso prevaleció la separación entre filosofía y política. Dicha división, como vemos, no consiste en que el filósofo se aislara de los asuntos temporales (Platón intentó colaborar con un rey y casi murió en el proceso). Significa que el político y el filósofo tienen funciones diferentes que, en cierta manera, son irreconciliables: de ahí que los reyes recibieran consejo de sacerdotes e ilustrados.
La tradición política occidental murió, según Arendt, con la llegada del marxismo. Marx propuso una visión materialista de la historia en la que las creencias, formas de gobierno y relaciones sociales estaban determinadas por sus condiciones económicas. En efecto, esto aniquila toda clase de tradición y la autoridad que trae consigo, pues si nuestra forma de pensar está condicionada por lo material, entonces no hay verdad eterna e inmutable que descubrir. Solo somos «hijos de nuestro tiempo» y, por lo tanto, no hay conocimiento atemporal y universal que preservar. Este golpe, junto al debilitamiento de la religión en la sociedad, atentó contra los tres pilares de la filosofía occidental: tradición, autoridad y religión.
No obstante, el golpe más duro de todos fue contra la división entre política y filosofía. Si bien Marx era un determinista extremo de la historia, sus seguidores inevitablemente se adentraron al campo de la política. El resultado es la unión entre política y filosofía, en la cual el filósofo se adentra a la acción política para transformar el mundo de acuerdo con lo que considera la verdad. Esta idea se presentó claramente en sus Tesis sobre Feuerbach: «Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo».
Siendo el filósofo marxista (o fascista) el supuesto conocedor de la verdad, pervierte la política porque desestima toda opinión adversa. El ideal griego de la política como una forma de escuchar opiniones distintas para formar la propia y resolver problemas es eliminado. Asimismo, el rol del filósofo también es corrompido, pues intenta construir aquello que es abstracto y atemporal en el mundo para tener un paraíso. Esta, considera Arendt, es la semilla del totalitarismo del siglo XX. Hitler, Mussolini, Lenin y Mao son estos filósofos que intentaron crear al «hombre nuevo».
En la actualidad, ¿quiénes son estos filósofos adentrados en la acción política? ¿Cuáles son esas ideologías que buscan transformar radicalmente a la sociedad a la imagen y semejanza de sus ideas? ¿Cuál es el rol que deben tener los académicos comprometidos con preservar nuestra tradición occidental y la libertad? En verdad, creo que los escritos de Hannah Arendt provocan mucho para reflexionar sobre nuestro lugar en el mundo en que vivimos.