Los avances que se registraron referentes a la tecnología, ciencia, sociedad y moralidad durante el siglo XIX fueron un aliento de progreso para la humanidad. Los mayores descubrimientos impregnaban un espíritu crítico y creativo por empujar una visión positiva del futuro y, por lo tanto, la calidad de vida de las personas se reflejaría en los años siguientes.
En palabras de Carlos Goñi, el progreso se destacaba por la pluralidad ante el desarrollo de la filosofía que exponía sincretismos entre pensamientos y planteamientos teóricos que antes se limitaban con recelo al ejercicio de la armonización. Por ejemplo, el renacimiento de la cultura clásica que destacó la sensibilidad artística, literatura y filosofía; y la concepción de la ciencia experimental para considerar que existen sistemas que se gobiernan con leyes autónomas. También la libertad individual que se expresa ante un pensamiento autónomo y como el bien más apreciado que descubre el hombre y que, por consiguiente, comienza un debate extenso de cómo protegerla. Finalmente, el humanismo, o el afloramiento del hombre a través del studia humanitatis que eran comúnmente el estudio profundo de la retórica, historia, poesía, ética y gramática (Goñi, 2020).
No obstante, no sucedería lo mismo para América Latina en el siglo siguiente donde tras una ola de derrocamientos de gobiernos y conflictos armados internos que se disputaban la preeminencia de las ideas socialistas y una dura defensa contra su imposición, el progreso siguió confundiéndose con reformas políticas y de la administración pública. Quienes estuvieran de un lado u otro, tomarían el escepticismo por batallar tales ideas, desde el positivismo jurídico o bélico, creyendo que, a través de la creación de nuevas constituciones, se alcanzaría finalmente el anhelado progreso.
De las muchas reformas en Latinoamérica se entenderán, por lo tanto, la ambición de buscar la creación y adaptación de una mejor constitución, leyes, normas o reglamentos, hacia la consolidación de los intereses partidarios para verse implementados en un proyecto de Estado. Así, cada gobierno de turno cree ser el mesías que salvará a su país del «subdesarrollo» —y no a través de la institucionalidad, certeza jurídica o defensa de la propiedad privada—, sino a través de cambiar, reformar y eliminar lo que cada gobierno anterior pudo haber construido.
En este sentido, en las últimas dos décadas del siglo XX se evidenciaron diversas reformas constitucionales que hicieron países como Ecuador en los años setenta; Brasil, Guatemala y Chile en los años ochenta; y Colombia, Paraguay, Perú, Bolivia, Argentina, y Venezuela en los años noventa. De estas, Ecuador y Bolivia volvieron a presentar reformas constitucionales en 2008 y 2009 respectivamente; y Chile, que actualmente vive su Convención Constitucional.
Las reformas que lideran nuestros países latinoamericanos siempre han anhelado el progreso, —aunque dudo que hablemos de la misma concepción que hemos escrito— pero a diferencia de los países europeos, asiáticos o anglosajones, que lo lograron a través de la pluralidad filosófica, el renacimiento, la ciencia, la libertad y el humanismo, nosotros seguimos convencidos que es el positivismo jurídico marcado en constituciones, es lo que puede movernos hacia el progreso como por arte de magia y sin ningún esfuerzo. No dudaría que los reformadores de América Latina esperaban que, en el primer día de la promulgación de sus constituciones, nuestros países despertarían con mayores niveles de desarrollo social y económico.
Lo cierto es que el progreso no se consigue con reformas constitucionales, aunque la narrativa de nuestra historia nos ha mostrado que los movimientos sociales han terminado concluyendo que esta etapa sea necesaria para consolidar un mejor proyecto de Estado. Bajo esta perspectiva pregunto, ¿somos esa historia que se ha repetido constantemente y por lo tanto define lo que somos como ciudadanos? Esperaría que los chilenos pensaran que reformar la Constitución solo los convierte en parte de esa tendencia reformista que buscan el progreso a través de los mismos medios de siempre. Y ahí, somos las historias que nos contamos.
Por otra parte, nuestras sociedades han sido envueltas por reformas relativistas y colectivistas. Promoviendo así políticas de identidad, cultura de cancelación, e incluso políticas sobre el pluralismo jurídico o refundación de un estado plurinacional. Tales reformas buscan intimidar la libertad individual y convertirla en una percepción relativa de lo que parece ser mejor dependiendo de quien lo dice. Y ese peligro expresado a través del lenguaje con el que se escriben las constituciones, leyes, normas o reglamentos, es el resultado de haber ignorado lo importante que era educar a nuestras sociedades sobre un criterio propio, que, en palabras de García Morente, nos ayuda a aguzar nuestra percepción del mundo y la realidad, y, por lo tanto, enfrentarla (Espillaque, 2000).
Es, por lo tanto, menester, que las generaciones que egresan de nuestras escuelas, iglesias y hogares conozcan el lenguaje con el que fundamos nuestra sociedad. La palabra, según Josef Pieper, hace patente la realidad. En la medida que esta se manipule, existirá pues una corrupción de la realidad y una corrupción de su carácter comunicativo (Pieper, 2000). Luego aparecerán muchos deseos de reformar lo que sea, hasta que una vez acabado todo lo habido y por haber, seguirá existiendo la sed de estar inconformes hasta que no exista otra opción que atentar contra la libertad y la dignidad del hombre. Y eso, no es reforma ni progreso.