Los bienes públicos son una extensión de la propiedad privada y quienes los manejan son nuestros administradores, tanto electos como nombrados. El destino del patrimonio público no difiere del privado, pues se espera que su aprovechamiento siempre retribuya un valor a sus copropietarios. El uso indebido de tales recursos, distanciándolos cada vez más de su vocación, es una de las sintomatologías más claras de la pérdida del orden moral en la sociedad, pues el fenómeno de la corrupción avanza cada vez más y de forma más sutil. La corrupción, en el sector público, requiere de la intervención de un funcionario público que abusa de su cargo, quien con su conducta desviada, traiciona el sentido y legitimidad del servicio, personaje que se oculta dentro de un sistema político que facilita las prácticas de opacidad y discrecionalidad, para lo que vende y defiende aquel modelo estatista expansivo con el que ofrece solucionar los temas más complejos de los habitantes (populismo).
La corrupción hace que las cosas burocráticas sean más onerosas, menos eficientes y productivas y crea una cultura del «rentismo» que asfixia el desarrollo, donde cada vez más personas dependen del Estado. La corrupción es un obstáculo para la adhesión ciudadana a los valores del Estado de derecho y profundiza los sentimientos de indefensión de quienes ven los comportamientos corruptos premiados o cubiertos por la impunidad. Por lo que el menosprecio por lo público resalta sentimientos de antipolítica, partidofobia y escapismo, los que se convierten en los mejores aliados para preservar la clase política y alejar el espíritu cívico.
Al respecto, la Convención Interamericana Contra la Corrupción define, dentro de los actos de corrupción, el siguiente: «El requerimiento o la aceptación, directa o indirectamente, por un funcionario público o una persona que ejerza funciones públicas, de cualquier objeto de valor pecuniario u otros beneficios como dádivas, favores, promesas o ventajas para sí mismo o para otra persona o entidad a cambio de la realización u omisión de cualquier acto en el ejercicio de sus funciones públicas». Así, el gravísimo problema de la corrupción, según Transparencia Internacional (2023,) es de alta percepción ciudadana y un motivo universal de indignación, pues más del 73 % de los encuestados en Guatemala creen que la corrupción de los funcionarios públicos está muy o algo generalizada, lo que significa para nuestro país una caída de diez puntos desde el año 2012 respecto el ranquin internacional.
De esa cuenta se puede sugerir:
- Pasar de un modelo de control numérico legal a uno que enfatice la responsabilidad por resultados.
- Reducir significativamente los precios de compra de bienes y servicios para el sector público.
- En lugar de considerar la reforma legal como respuesta preferente, se debe pensar en reformar los sistemas y modelos organizacionales que producen la corrupción. La corrupción no se resuelve sólo con y desde el Poder Judicial.
- Disminuir el exceso de regulación como fuente potencial de conductas corruptas, puesto que los cambios en los reglamentos, trámites y las interpretaciones facilitan las decisiones arbitrarias.
- Cortar de tajo el clientelismo que reparte servicios o puestos públicos a cambio de lealtad política o electoral.
- Elevar una motivación genuina de servicio, sentido del deber y del honor –no del miedo a la cárcel-.
- Crear una carrera administrativa rigurosa, que dependa estrictamente de los méritos y no de padrinazgos políticos.
- Perseguir y condenar aquellas conductas de despilfarro del patrimonio común, para recuperar la mística en el servidor público.
- Un gobierno limitado, no en más o en menos funciones, sino en las funciones que le son propias.
Más ojos, menos manos.