En un inicio, era un simple nombre. Era una serie de letras que se encontraba en la portada de La balada del caballo blanco. La historia sobre la victoria del rey Alfredo el Grande en la batalla de Ethandun parecía más interesante que el nombre de un desconocido. Sin embargo, el paso del tiempo y de las páginas hace que el nombre de los autores se transforme en un sinónimo de viejo amigo o mentor. Esto me sucedió con G. K. Chesterton y con otros autores que le leyeron o fueron sus colegas, como George Bernard Shaw, Hilaire Belloc, C. S. Lewis e, incluso, J. R. R. Tolkien. Ahora bien, es fácil comprender cómo Chesterton y sus palabras se volvieron una fuente de inspiración y confusión para muchos; el hombre mismo era una paradoja, que blandía una espada afilada de agudeza intelectual.
Quizá sus mismas palabras describiendo el contexto de su nacimiento son un buen ejemplo de su personalidad. Chesterton inicia Autobiografía así:
Doblegado ante la autoridad y la tradición de mis mayores por una ciega credulidad habitual en mí y aceptando supersticiosamente una historia que no pude verificar en su momento mediante experimento ni juicio personal, estoy firmemente convencido de que nací el 29 de mayo de 1874, en Campden Hill, Kensington.
Así pues, Gilbert Keith llegó a este mundo, siendo hijo de Edward Chesterton y Marie Louise Grosjean, y hermano de Cecil y Beatrice —una hermana que murió joven y de quien tenían prohibido hablar—. No obstante, su vida no estuvo atada al seno familiar, sino que pronto sus habilidades se desarrollaron en el colegio St. Paul y, más adelante, en la Slade School of Fine Art, donde estudió dibujo y pintura. Pero su talento y su vocación no estaban ahí, sino en las letras. Fue entonces cuando comenzó a explorar el periodismo.
Al principio, trabajaba como lector de manuscritos para una editorial en Londres; pero, cuando sus amigos fundaron el Speaker, su afición por la escritura se transformó en una serie de artículos que pronto lo llevaron a ser publicado en el Bookman y el Daily News. Fue en este último periódico que su audiencia creció y su voz como escritor fue explorando no solo la historia y el arte, sino también ideas políticas. Estas causaron que dejara de escribir para el Daily News, pero también lo llevaron a posicionarse en contra de la guerra y analizar lo que él llamaba la materia que conforma al ser humano: misterio e inconsistencia. Él, en su autobiografía, al analizar la guerra, llega a plantear que «el ser humano parece capaz de grandes virtudes, pero no tanto de pequeñas virtudes; es capaz de desafiar a quien le tortura, pero no de controlar sus propios estallidos de mal humor». Más adelante, con el inicio de la Gran Guerra, a pesar de su rechazo ante este tipo de enfrentamientos, sus esfuerzos se enfocaron en la defensa de los Aliados.
No obstante, este hecho no es el único elemento que influyó en la obra de Chesterton; había algo más —algo más interno— que causó que su visión del mundo se alterara. Para comprenderlo, se debe saber que Chesterton siempre buscó la verdad; esto era algo intrínseco a quién era como hombre. En la juventud creyó hallarla en el espiritismo y diferentes corrientes filosóficas u ocultistas, y luego pensó que estaba en el anglicanismo. Pero parecía nunca estar satisfecho del todo. En Ortodoxia, Chesterton indica que «la modestia se ha mudado del órgano de la ambición. La modestia se ha instalado en el órgano de la convicción: la cual nunca se la había destinado. El hombre estaba destinado a dudar de sí; pero no de la verdad; ha sucedido precisamente lo contrario». La verdad es una y no se debería dudar de ella. Por esta razón, el problema recaía entonces en dónde se encontraba la verdad. ¿Cuál era el camino de la verdad?
Esta búsqueda lo llevó a acercarse al catolicismo, analizando su propuesta no solo desde la fe, sino también desde la filosofía y la lógica. A esto, se le deben sumar las correspondencias con Maurice Baring, Hilaire Belloc y los sacerdotes John O’Connor y Ronald Knox. Esto y seguramente largas noches de reflexión causaron que se convirtiera al catolicismo en 1922, a la edad de 48 años. En la Iglesia, Chesterton encontró un hogar espiritual, pero también uno filosófico e intelectual. En El hombre eterno, el filósofo y autor declara que «la verdad es que la Iglesia fue realmente la primera que intentó conciliar en todo momento razón y religión». Esta idea y otras más también se aprecian en las obras de ficción del autor. Aunque la primera aparición del detective y sacerdote Brown fue en 1911, después de su conversión, se observa una mayor reflexión sobre temas como la fe, la redención —sin dejar de lado la justicia— y el pecado en las aventuras de este personaje.
Así pues, Chesterton continuó escribiendo, llegando a publicar casi 100 libros y más de 4000 artículos. Además, su trabajo y reflexión religiosa causaron que el papa Pío XI, en 1934, lo nombrara caballero comendador con estrella de la Orden Pontificia de San Gregorio Magno. La trayectoria del llamado apóstol del sentido común solo se detuvo con su muerte el 14 de junio de 1936, a la edad de 62 años, pero no interrumpió su legado. Y es que, aún después de su muerte, sus palabras siguieron inspirando a otros. El mismo Chesterton, en Victorian Age in Literature, recoge una advertencia que hizo Víctor Hugo: pueden decir que los poetas se encuentran en las nubes, pero ahí también está el rayo. La fuerza de Chesterton estaba en sus profundas reflexiones y agudeza intelectual, que lo llevaron a trazar un camino a la verdad; pero, al mismo tiempo, contaba con una pluma —su rayo— que también le permitió construir el sendero para otros.
Alejandra Osorio
🇬🇹 Guatemala
Nacida en Guatemala en 1993, se dedica al ámbito de la literatura, la corrección de textos y la docencia. Se graduó como licenciada en Comunicación y Letras en la Universidad del Valle. Además, obtuvo un máster en Estudios Avanzados en Literatura Española e Hispanoamericana en la Universitat de Barcelona y una maestría en Lingüística en la Universidad Francisco Marroquín. Actualmente, trabaja como catedrática universitaria, editora y autora de textos educativos y literarios. Ha publicado cuentos y novelas, y algunas de sus obras de teatro se han puesto en escena en Guatemala y Estados Unidos. Entre sus publicaciones se encuentran El libro de todos los miedos y unos cuantos más (2018), La admirable y perfecta señorita Clara (2019), Jengo el malo (2016) y más.