¡Hola, amigo del blog del Instituto Fe y Libertad!
Hoy quiero hablarles de un aspecto indispensable para quienes buscan, con sinceridad, el conocimiento a través del estudio, la reflexión y la comprensión de los problemas sociales y humanos. Para reflexionar sobre este mundo, primero necesitamos admirarlo, involucrarnos y amarlo de verdad. A menudo se piensa que el ejercicio intelectual y el razonamiento teórico se realizan en la soledad, encerrados en un mítico coliseo rodeado por los muros del formalismo lógico.
Sin embargo, en este breve artículo quiero destacar algo fundamental, sin lo cual no existirían ni la teoría, ni la reflexión, ni nada: para pensar sobre los problemas del mundo, primero debemos sentirnos conectados con él. ¡Ese mundo debe importarnos! No solo como una obligación moral, sino a través de una fascinación genuina por lo que nos rodea.
No es casualidad que en la raíz de la palabra filosofía se encuentre el amor por la sabiduría. Tampoco debemos olvidar que términos como teoría, que tanto se usa (y gasta) hoy en día, hacen referencia a algo casi sublime: la contemplación. Es decir, querido lector, solo aquellas realidades que nos invitan a una contemplación auténtica, las que realmente representan los valores más profundos de nuestra existencia y nos despiertan fascinación, son las que activan nuestros sentidos y nuestra inteligencia. Son esas experiencias las que nos permiten captar y profundizar en lo esencial del mundo que observamos.
Me gustaría hacer una pregunta a quienes han tenido la amabilidad de leer hasta aquí: ¿es el aspecto moral el que precede a la comprensión del mundo, o es la comprensión del mundo lo que antecede a lo moral? Ambos extremos han generado debates intensos, donde las espadas aún no descansan. Personalmente, me inclino a pensar que el mundo debe ser moralmente relevante para quien pretenda entender siquiera sus aspectos más superficiales.
Esto nos lleva a otra pregunta interesante: ¿Cómo es posible admirar un mundo que parece desmoronarse? ¿Cómo hablar de riqueza cuando la miseria, la enfermedad y la pobreza engullen territorios enteros? ¿Cómo enfocarnos en los avances tecnológicos y el desarrollo cuando tantas realidades parecen señalar hacia la desintegración, la apatía, o incluso la muerte? Una vez más, la respuesta a estas preguntas recae en lo moral: la única solución es la esperanza en un mundo posible y distinto. Este es el milagro del intelecto (del espíritu): generar una visión poderosa de lo que el mundo puede ser y anclar nuestro corazón en la lucha por ese futuro. Una teoría que no tenga consecuencias prácticas, podrá ser lógica, pero estará condenada a ser profundamente estéril.
Curiosamente, es en esta esperanza donde descansan muchos de los avances en nuestra comprensión de los asuntos humanos. Existe una especie de fe en la posibilidad de la bondad, de la grandeza, de lo sublime, e incluso de un reflejo divino en el ser humano.
Llamamos absurdo no tanto a lo que no entendemos, sino, más bien, a aquello que ha dejado de importarnos. En cambio, vemos con esperanza aquello que, sin siquiera tocarlo, nos inspira a entregar una vida. Así que, observa los pequeños detalles y, antes de que te des cuenta, comenzarás a ver con asombro donde antes solo se encontraba el gris de nuestro mítico coliseo.
Y aunque debí comenzar por esto, aprovecho para felicitar la elección del tema para la Cátedra en memoria de Joseph Keckeissen, propuesta para el 2024. El título no podría ser más oportuno: «La renovación de la esperanza», como uno de los pilares que sostienen nuestro mundo.