Un saludo cordial a todos los fans del blog del Instituto Fe y Libertad.
Quisiera comenzar evocando una historia muy conocida del Génesis, donde se relata la célebre imagen del fruto prohibido del conocimiento del bien y del mal:
Pero la serpiente, (…), le dijo a la mujer: “¿De veras Dios les ha dicho que no coman de ningún árbol del jardín?” La mujer respondió: “Podemos comer del fruto de los árboles del jardín, pero Dios nos dijo que no comiéramos ni tocáramos el fruto del árbol que está en medio del jardín, porque si lo hacemos, moriremos”. La serpiente le dijo a la mujer: “No es cierto, no morirán. Dios sabe muy bien que cuando ustedes coman de ese fruto, se les abrirán los ojos y llegarán a ser como Dios, conocedores del bien y del mal”.
(Génesis 3:1-5)
Uno de los aspectos más interesantes que podemos absorber en esta historia es que ocupar el lugar de Dios implicaba una transgresión, —la transgresión del conocimiento—. La falla moral radicaba en desear conocer la ciencia del bien y del mal, o, en otras palabras, anhelar acceder a un conocimiento que va más allá de los límites de la experiencia humana.
Es también interesante cómo un autor, escribiendo desde una fuente distinta a la de las Escrituras, y profundamente conocedor de los procesos sociales, como lo fue Friedrich Hayek, en su último tomo publicado, titulado La fatal arrogancia, establece un paralelismo fascinante. La fatal arrogancia no es otra cosa sino la falsa confianza de poseer un conocimiento absoluto sobre los asuntos sociales, algo que jamás estará a disposición de persona alguna. Por tanto, ese conocimiento tampoco será accesible para gobernante alguno. No existe una persona que pueda abarcar a detalle un conocimiento que, por su propia naturaleza, se encuentra depositado en millones de personas quienes, día a día, dan realidad a los eventos sociales. Podemos decir que la falta de reconocimiento de esta realidad —que no podemos saberlo todo— es ya un indicador de franco desequilibrio. Algo similar pasa cuando le preguntan a alguien «y usted ¿quién dice que es?», y la respuesta fue «¡soy Napoleón (o el Rey, el Salvador, y un largo etcétera)!»; sería algo para reír, si no viéramos hoy a tiranos decirlo. ¡Escalofriante!
Y volviendo al título de nuestra contribución, en la que hemos enmarcado cómo, en un mundo dominado por la insensatez —o, para decirlo con mayor franqueza, por una auténtica locura—, cabe preguntarse: ¿quién puede velar o defender la cordura? Porque si el sinsentido es lo que prevalece, las pocas voces sensatas que se alcen serán negadas, condenadas e incluso perseguidas. La Verdad —esa Verdad con mayúscula— jamás ha estado de moda en un contexto donde reinan la mentira, la apariencia y la falsedad.
La verdad y la cordura, podemos decir, son como primas hermanas. Usualmente, es hablando la verdad como se reconduce a las personas hacia el buen juicio y la sensatez. Volviendo a nuestro ejemplo ficticio: te encuentras con ese conocido que de repente, en un momento de exaltación, dice creerse Napoleón. Sabes que no es cierto, y decirle que no lo es —y aún más importante, que no se debe actuar sobre una creencia falsa— es un primer e importante paso hacia la cordura.
En la actualidad, tendemos a pensar en soluciones sofisticadas, muchas veces de difícil y compleja implementación. Sin embargo, recordemos que las herramientas más frugales —aquellas que siempre han estado a nuestra disposición— son las más eficaces para combatir la mentira. Nuestro entendimiento, nuestro discernimiento, nuestra voz, y la oportunidad de usarlos son las verdaderas armas para enfrentar las falsedades que nos rodean y recuperar el sentido común que tanto necesitamos.
El pecado mortal, la manzana de los adanes y evas del siglo XXI, es pretender que saben lo que no pueden saber, pues al suponerse napoleones olvidaron que somos, sencillamente, hombres y mujeres desnudos de mantos omnipotentes, peregrinos en una tierra que estamos llamados a perfeccionar, pero que no la inventamos solos; la recibimos.