Mucho hay que decir acerca de cómo en nuestras sociedades algunas ideas políticas o económicas han llegado a usurpar de forma infundada el diálogo y el servicio de la humanidad en general. No debe ser el hecho que prefiramos ciertas ideas por encima del bienestar de otras personas: debemos recordar que el sistema político, económico o científico imperante debe estar al servicio de las personas y no al revés. Pero hoy día es difícil encontrar a quienes están dispuestos a dialogar y no buscar soluciones en sistemas que, bajo sus burdas intelectualizaciones, lo que realmente esconden es su capacidad de aplastar a nuestros hermanos débiles y pobres. No voy aquí a criticar a sistemas concretos sino que me limitaré a exponer las ideas que nos permiten comprender cómo pensar mejor y, como consecuencia, dialogar mejor y tratar al prójimo como a un fin en sí mismo y no como un medio.
El diálogo hoy está perdido porque hemos dejado de educarnos y en los centros educativos nos enseñan que tener razón es lo deseable; no escuchar, dialogar ni hacer preguntas. Además, estamos absortos por la actividad frenética a diario: desde pequeños vamos al colegio, hacemos tareas, vamos a clases de ballet, de karate o lo que sea, cenamos, dormimos y repetimos. Cuando no es así, el ocio lo gastamos en centros comerciales o restaurantes, gastando pero paradójicamente intentando no ser arrastrados por el lahar del crédito excesivo. Pero esto, en el día a día, socava nuestra posibilidad de tener un encuentro auténtico con los demás.
Hoy quiero hablar acerca de lo que se requiere para poder dialogar, porque el diálogo es lo que nos distingue de las bestias y lo inánime; es la expresión externa de que somos racionales y la data empírica que verifica que el otro es real. Pero para dialogar debemos descubrir primero nuestro propio ser, y esto sucede solamente en el silencio y con una dura y honda honestidad.
Si la primicia para el diálogo es el silencio, ¿qué entendemos como silencio y cómo lo logramos? No es simplemente callar. Además, seguramente todos hemos experimentado alguna vez el intento de entrar en silencio y nos damos cuenta de que la mente no calla: escuchamos una voz incesante que está planificando, calculando, recordando pendientes o resucitando memorias. Pareciera que es casi imposible y que la mente teme muchísimo el silencio. Pero es posible y necesario. El silencio no es, entonces, simplemente callar o cerrar los labios. El silencio es obtener una quietud o paz interior, es la ausencia de querer hacerle caso a todos los impulsos que pasan por la mente.
Muchas son las historias que nos encontramos cotidianamente acerca del silencio. Vemos que en Oriente, algunos monjes toman votos de silencio. Hoy también es cada vez más reconocida la meditación, conocida como mindfulness, que nos enseña a entrar en silencio para poder alcanzar la paz. Y es que la paz y la felicidad están íntimamente ligadas. Pero para lograr el silencio, debemos ser muy honestos con nosotros mismos y buscar vivir una vida examinada. Por eso decía Sócrates que:
el mayor bien del hombre es hablar de la virtud todos los días de su vida y conversar sobre todas las demás cosas que han sido objeto de mis discursos, ya sea examinándome a mí mismo, ya sea examinando a los demás, porque una vida sin examen no es vida. (Platón, Apología de Sócrates 38a 5-6)
Si de verdad nos conocemos a nosotros mismos, seremos capaces de encontrar el silencio, de ver que nuestros pensamientos no son equivalentes a nuestro ser y a nuestra voluntad. Una vez alcancemos el silencio, podremos entrar en diálogo verdadero, porque reconoceremos lo que es una persona y sabremos identificarla en el otro. No en vano dice Jesús en el Evangelio: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Universidad de Navarra. Santos Evangelios (Spanish Edition) (Kindle Location 3807). Kindle Edition). Porque es imposible amar al prójimo si uno no se ama a uno mismo, y no puede amarse lo que no se conoce.