En junio venidero, los guatemaltecos iremos a las urnas para elegir nuevas autoridades para el noveno período de gobierno de nuestra era democrática. Nuestro país vive niveles de polarización sin precedentes en torno a temas como la lucha contra la corrupción, el respeto al Estado de derecho y la mala situación de la administración pública en su conjunto. Ante esta situación, caben los siguientes cuestionamientos:
¿Cuál es nuestro papel como cristianos en una sociedad polarizada? ¿Estamos llamados a tender puentes y buscar puntos de encuentro entre antagonistas políticos? ¿Cómo actuar ante un panorama con partidos desideologizados que han demostrado usar una «fachada cristiana» solo por conveniencia política?
Como es conocido, dentro de la Iglesia católica y de las iglesias protestantes, existe diversidad de visiones y opiniones políticas, porque lo que nos amalgama en torno a la Iglesia es la fe, el hecho de que Jesús dio su vida por nosotros en la cruz, pero como su reino no es de esta tierra (Juan 18:36), nos queda un amplio ámbito de libertad para sostener opiniones políticas y discutir asuntos terrenales. En ese entendido, en un régimen republicano y democrático siempre encontraremos visiones diversas de los diferentes actores políticos, pero ante esta realidad: ¿Cómo debemos reaccionar? ¿Como los hermanos que se dejaron de tratar porque no favorecían al mismo candidato a alcalde o como aquel que no está dispuesto a compartir la mesa con alguien que no comparte su ideario político?
¿Debemos ser radicales? ¿Antisistema? ¿O desentendernos de los asuntos de la comunidad y dejarnos vencer por la apatía? En ese orden de ideas, los cristianos estamos llamados primordialmente a buscar que los procesos de transición de poder político se lleven a cabo en forma pacífica y transparente, que, así como cumplimos con nuestros deberes religiosos, también cumplamos con nuestros deberes cívicos, votando, integrando juntas receptoras de votos o incluso, participando en partidos políticos.
Su santidad, el papa Francisco, en uno de los mensajes durante la Jornada Mundial de la Juventud en Panamá, hizo hincapié en la importancia de construir puentes y no muros; y, en una reunión con obispos centroamericanos, se pronunció sobre la importancia de llevar una vida que demuestre que el servicio público es sinónimo de honestidad y justicia, y antónimo de cualquier forma de corrupción.
Ahora bien, ante la realidad nacional que nos interpela, no basta con estas acciones; sino que los cristianos, desde el plano eclesial o laical, estamos llamados a construir puentes y puntos de encuentro entre las diferentes visiones políticas. Que nuestra única radicalización sea por amor a Jesucristo y se traduzca en una vida coherente con los valores del evangelio. Pero que en el plano político, estemos abiertos al diálogo, que no implica transigir en cuestiones fundamentales sobre respeto a la dignidad humana, pero que en todo el plano accesorio –que resulta ser la mayor parte– sobre políticas públicas y diseño institucional, aportemos desde un plano de respeto por el otro que no comparte nuestras ideas, de debate honesto y de búsqueda del bien común.
Cada vez se hacen más claras las nuevas dicotomías en la política guatemalteca, entre quienes están a favor de la transparencia y los que buscan opacidad, los que están dispuestos a dialogar y quienes se radicalizan irracionalmente.
En Guatemala hay un tremendo muro, quizá no como el de Berlín, que mantenía separada físicamente a toda una nación; pero sí que nos impide mirar al que piensa diferente a los ojos, reconocer en él la dignidad de un hijo de Dios, aceptar el pluralismo propio de una democracia; y a partir de eso, construir país a partir de mínimos, como la cero tolerancia ante la falta de transparencia y la corrupción, una reforma al sector justicia que nos permita independencia e imparcialidad real para nuestros jueces, por mencionar dos puntos fundamentales.
Este 2019 es un año para vivir la virtud cívica, con espíritu republicano y un correcto entendimiento del pluralismo democrático. Una oportunidad para el diálogo sincero, donde no le demos cabida al discurso radicalizado, la teoría conspirativa y la desinformación. Un año para no quedarse callado, ni de brazos cruzados; sino por el contrario, participar activamente de la vida ciudadana con la estrella del bien común como guía, porque si quienes tenemos valores y predicamos un ideario político concreto no participamos, lo harán otros, los que ahora son los responsables de nuestra debilidad institucional y el deterioro continuo de los indicadores sociales.