Ayer veía en mi casa una película llamada El insulto. La trama, la cual se desarrolla en el Líbano, cuenta la historia de un cristiano libanés, afectado profundamente por «la masacre de Damour». Él tiene una tubería en el balcón de su casa que desagua a la calle e impide el trabajo de una constructora. Al mando de esa constructora está un palestino refugiado, quien se vio afectado profundamente por el «septiembre negro» de Jordania. El conflicto entre ellos comienza cuando el palestino compone la tubería del libanés sin previo aviso. El libanés deshace el arreglo a golpes y surge un intercambio de insultos pues él exige que el palestino se disculpe por lo que hizo. Días después, cuando el palestino se decide a pedir disculpas, el libanés —antes de escuchar la disculpa— le dice un insulto racial; a lo que el palestino responde pegándole en el estómago. Le quiebra dos costillas.
El pleito adquiere dimensiones nacionales. Heridas del pasado que no fueron sanadas vuelven a florecer; los personajes van a juicio. El veredicto es que el palestino no es culpable, pues fue una reacción ante un insulto racial.
Evidentemente la reacción violenta no es loable pero las palabras pueden generar heridas que desatan ira. La ira nubla la razón y provoca acciones que, por no ser fruto del raciocinio, son de naturaleza pasional.
Actualmente, la libertad de expresión es una de las libertades más valoradas en la sociedad. Un claro ejemplo es la defensa que las personas hicieron del periódico Charlie Hebdo, hace cuatro años, después de los ataques terroristas que sufrió el periódico, presuntamente en reacción a unas tiras que sacó sobre Muhammad.
Es evidente que el insulto no ha de ser penalizado por ninguna ley. Es muy sencillo que las personas se sientan heridas por algún comentario dicho por otra persona sin intención ninguna de ofender. Sin embargo, el insulto no es ningún argumento y es un arma infame para el debate social y la argumentación.
Insultar o acudir a la ignorancia de una persona para defender un punto de vista es como si, por ejemplo, durante una discusión sobre el color del paisaje uno de los participantes dijera que la razón por la cual el otro está equivocado es porque su padre peleó en la segunda guerra mundial. No tiene sentido.
Servirse de un insulto dice más de la persona que lo profiere que de la persona que lo recibe. Destrozar al enemigo en un debate con el arma del insulto es dejar la razón, pues no se tiene ninguna, por la obnubilación que se busca en el otro, levantando alguna pasión o sentimiento. El que insulta busca una lucha en el ámbito de las pasiones, no de la razón. Esto por lo menos es de menor categoría humana.
Cuando el que insulta llega a rebajar la contienda a las pasiones, es decir cuando logra su cometido, no es de extrañar que surja la violencia. Que luego produce resentimiento y deseo de venganza.