El siguiente artículo fue publicado por Samuel Gregg en The Catholic World Report el 4 de abril del 2016.
Traducción de Carrol Rios de Rodríguez
La irracionalidad no solo se manifiesta en la violencia, sino también en la inhabilidad para aplicar la razón auténtica a muchos apremiantes retos de nuestra era.
Hace una década, un teólogo alemán de voz suave y pelo blanco, de 79 años, regresó a visitar una universidad en la cual había pasado gran parte de su carrera académica. En tales ocasiones, no es inusual que un distinguido profesor emérito haga unos comentarios formales. Tales reflexiones rara vez reciben demasiada atención, y suelen ser vistas como un ejercicio por parte de los académicos para rememorar sus más sustanciales logros, ya en el pasado.
Esta vez, sin embargo, la conferencia dictada en la Universidad de Ratisbona el 12 de septiembre del 2006 por el teólogo Joseph Ratzinger, mejor conocido como el papa Benedicto XVI, tuvo un impacto mundial inmediato. Por semanas, incluso meses después, los periódicos, revistas, publicaciones académicas y hasta libros enteros atacaron, defendieron y analizaron las casi 4000 palabras que ahora se conocen como el «discurso del santo padre en la Universidad de Ratisbona». Copias de los textos y las efigies de su autor, sin embargo, también fueron destrozados, pisoteados y quemados públicamente en el mundo islámico. Las pantallas televisivas eran dominadas por las imágenes de enfurecidas turbas musulmanas y las denuncias apasionadas de los líderes musulmanes, la mayoría de los cuales claramente no habían leído el texto.
También fue notoria, sin embargo, la recepción fría que gran parte de Occidente otorgó a las palabras del papa Benedicto. Descripciones tales como «provocativo», «inoportuno», «desconsiderado», «insensible», y «poco diplomático» aparecieron en canales de comunicación seculares. Ciertamente, el papa tenía bastantes defensores vocales en América del Norte y Europa. Entre otras cosas, sugirieron que la desmedida reacción de algunos musulmanes al discurso de Ratisbona indicaba que la suave pregunta que hacía Benedicto sobre el lugar que tiene la razón en las creencias y la práctica musulmanas habían dado en el blanco.
No cabe duda que las palabras de Benedicto en Ratisbona tocaron un nervio, y quizás incluso varios nervios, en el mundo occidental. Mientras su discurso recibió bastante atención debido a los nueve párrafos en los cuales Benedicto analizó un intercambio del siglo XIV entre el emperador bizantino y su interlocutor musulmán persa, el principal enfoque del texto explora los profundos problemas de fe y razón que caracterizan al Occidente y al cristianismo en el presente. Y muchas de estas patologías pronto emergen dondequiera y cuandoquiera levante su cabeza el terrorismo islámico. Ellas continúan debilitando la respuesta del Occidente a las personas cuyas acciones en ubicaciones tan dispares como Bruselas a París, Beirut a Yakarta, Jerusalén a San Bernardino, Abuja a Londres, y Lahore a Nueva York reflejan muchas cosas, incluyendo en particular una comprensión de la naturaleza de lo divino.
El Occidente contra el Logos
Una de las tesis básicas que presentó Benedicto en Ratisbona es que la forma en que comprendemos la naturaleza de Dios incide sobre nuestro juicio respecto de la razonabilidad de las escogencias y los actos particulares de los seres humanos. Así, si la razón simplemente no es parte de la concepción islámica de la naturaleza divina, entonces Alá sí puede ordenar a su seguidores a tomar decisiones poco razonables, y todos sus seguidores pueden someterse a la voluntad divina que opera más allá de las categorías de la razón.
La mayoría de comentaristas del discurso de Ratisbona dejaron de señalar, no obstante, que el papa declinó proceder a adentrarse en un detallado análisis del porqué y el cómo dichas concepciones de Dios han afectado la teología islámica y la práctica islámica. Tampoco exploró la mentalidad de aquellos musulmanes que invocan a Alá para justificar la violencia yihadista. En vez de ello, Benedicto inmediatamente viró la discusión hacia el rol de la razón en la cristiandad y la cultura occidental más generalmente. De hecho, en el último párrafo del discurso, Benedicto llamó a su público a «redescubrir» el «gran Logos»: «ese aliento de la razón» que, él afirmó, el cristianismo ortodoxo siempre ha considerado como una figura prominente en la naturaleza de Dios. El pontífice utilizó la palabra «redescubrir» para indicar que algo se ha perdido y que mucho del Occidente y del mundo cristiano ha caído en las garras de otras formas de sinrazón. La irracionalidad, puede, después de todo, manifestarse en expresiones distintas a la violencia sin sentido.
La irracionalidad que anda desatada y que destruye gran parte del Occidente —especialmente en esas instituciones que supuestamente son templos de la razón, como por ejemplo, las universidades— es difícil de negar. Tomen, por caso, a aquellos que en la actualidad tratan de convertir las instituciones educativas de Occidente en un gigantesco «espacio seguro». En este capullo, aquellos que aseveran, por decir algo, que la teoría de género se cae frente a una básica prueba de lógica, o que el Estado benefactor tiene efectos culturales negativos, o que no todas las formas de desigualdad son de hecho injustas (para nombrar solo algunas de las propuestas que muchos de hoy consideran ofensivas), son regularmente designados como «odiosos» o con algún calificativo que porta el sufijo «fobia».
Un ejemplo especialmente relevante de este rechazo de la razón fue subrayado por Darío Fernández-Morena en su libro reciente, El mito del paraíso andaluz (ISI, 2016). Este texto reta directamente, si no demuele, la afirmación común que la España islámica fue un oasis de tolerancia y pluralismo en un mundo que era contrariamente prejuicioso. Con base en fuentes primarias y en descubrimientos arqueológicos recientes, Fernández-Morera demuestra que la represión religiosa, política y cultural de judíos y cristianos por las autoridades musulmanas fueron la norma durante toda la historia de la España islámica: «el dato a secas», demuestra «que la ley islámica impuso condiciones denigrantes a los dhimmis cristianos para retener el poder absoluto en sus manos».
En cierta forma, sin embargo, este no es el principal punto del libro de Fernández-Morera. Su argumento más general es que el estudio desapasionado de la verdad sobre la España gobernada por musulmanes ha sido oscurecida por décadas, debido a su subordinación a las agendas ideológicas asociadas con causas tales como el multiculturalismo y la voluntad de pintar el cristianismo medieval en una luz negativa. De vez en cuando, algunos académicos retan la narrativa políticamente correcta sobre este y otros temas con base en la lógica y la evidencia. Pero aquellos que lo hacen, como es el caso del medievalista francés Sylvain Gouguenheim (cuyo libro del 2008, Aristotle au mont Saint-Michel: Les racines grecques de l’Europe chrétienne, demostró que el Islam no fue la fuente del redescubrimiento occidental de las mentes griegas como Aristóteles), son, como Fernández-Morera demuestra, invariablemente demonizadas.
El problema es que cuando los intelectuales mantienen los mitos sobre tales temas, y los líderes políticos los reiteran, estos no sirven los intereses de nadie, menos aún de los musulmanes. Las sociedades construidas sobre las malas representaciones o la negación de la verdad están almacenando un problema de largo plazo para sí mismas. Los europeos de occidente están descubriendo esto ahora, mientras se preguntan por qué algunos de los seguidores de esa religión que se les ha dicho una y otra vez es pacífica, continúan perpetrando actos hondamente violentos en nombre de esa religión, mientras porcentajes sustanciales de los creyentes en la misma fe odian a los judíos y sostienen que la ley del sharía debería de privar sobre las leyes de las sociedades europeas que han habitado por décadas. Pero sobre todo, afianzarse a falsedades no sirve la causa de la verdad: esa que debería ser la misión esencial de cualquier universidad digna de su nombre.
Esta fue una razón por la cual el discurso de Ratisbona subrayó la centralidad del Logos para la universidad y para la plaza pública, más ampliamente. Logos, para los griegos, no era solo la palabra para la razón divina. También significaba el razonar y explicar los pensamientos propios. Desechar el Logos implica la elección de 1) rechazar el pensamiento crítico, 2) rechazar el debate y 3) apagar esa capacidad de dar testimonio de lo que uno cree, en términos inteligibles.
Una vez se toma tal decisión, nos quedan tres opciones. Una salida es la elegida por los yihadistas islámicos, la violencia reemplaza la razón, y la razón es subordinada a la voluntad divina que en sí misma no tiene interés alguno en la sensatez. La segunda es un sentimentalismo masivo y llamados a una emotividad que pone un fin efectivo a debates legítimos. La tercera es reducir la razón a su dimensión empírica.
La razón empírica y científica tienen su lugar, afirmó Benedicto en Ratisbona. Han sido la fuente de mucho del progreso genuino y de los desarrollos tecnológicos por los cuales, dijo, «estamos agradecidos». El lado negativo es que la razón empírica carece de las herramientas para dirigirse, por ejemplo, a asuntos del bien y el mal, o para discernir los fines propios de la elección y la acción humana. En la medida en que tratan de hacerlo, tales modelos de razonamiento no pueden más que arrojarnos en la dirección del utilitarismo: ese que intenta distinguir el bien del mal intentando medir aquello que no es cuantificable. Estos son solo algunos ejemplos de cómo, en palabras de Benedicto en Ratisbona, «el Occidente ha estado largamente amenazada por su aversión a las preguntas que subyacen su racionalidad, y puede sufrir un gran daño por ello». La única forma de salir de este cul-de-sac es reconocer que la razón tiene una amplitud y una profundidad que incluye pero que trasciende las ciencias sociales y naturales. Esto, sin embargo, nos obliga a plantearnos de dónde viene la razón. Y en este punto, muchas mentes occidentales desisten e intentan no considerar la materia. ¿Por qué? Porque apunta directamente a la cuestión de Dios —una entidad de la cual muchos en Occidente han intentado prescindir por varios años, o de reducir al estatus de un peluche, que equivale a lo mismo—.
Cristianismo: perdiendo la fe en la razón
La pregunta de Dios ocupaba el primer lugar en el discurso de Ratisbona. El enfoque de Benedicto, sin embargo, tenía menos que ver con la naturaleza de Dios según el Islam, que con la forma en que se ha desarrollado el rol de la razón, y deteriorado, en diferentes puntos de la historia, en la cristiandad. Esto importa para el Occidente, porque el cristianismo está en el corazón de la cultura occidental: la misma cultura que, desde el tiempo de los griegos, ha dicho tomar en serio la razón.
Los críticos del judaísmo y del cristianismo tienden a argumentar que el Dios de los hebreos y de las Escrituras cristianas parece ser casi tan arbitrario como muchos creen que es el Dios del Corán. Pero si ese fuera el caso, ¿por qué un emperador cristiano de Bizancio sostendría, tal y como lo cita Benedicto en Ratisbona, que «el no actuar de acuerdo a la razón es contrario a la naturaleza de Dios»?
Según Benedicto, parte de la respuesta es que el Dios de la Biblia es también la Divina Razón. Actuar en rebeldía con la Verdad que es el Dios revelado, por tanto, es actuar en contra de la razón. Por eso, el primer verso del Evangelio de San Juan importa tanto. Cuando su autor redactó las palabras «en el principio era el Verbo (Logos)», parte de su cometido era enraizar el Logos en el Dios que se manifiesta en el libro del Génesis, que se revela a Moisés como «Yo Soy» (y por ende como un ser real en lugar de un mito o un ídolo creado por manos humanas), y que el cristianismo nos enseña se revela definitivamente en Jesucristo. Pues, afirma Benedicto, «logos significa tanto razón como palabra, una razón que es creativa y capaz de autocomunicarse, precisamente como razón».
Claramente hay algo griego en todo esto. Pero en la mente de Benedicto, «el encuentro entre el mensaje bíblico y el pensamiento griego no ocurrió por coincidencia». La fe cristiana necesita de la filosofía. Necesita las herramientas de la inquisición racional inscrita en la razón de cada persona: la misma razón que en sí misma deriva del mismo Dios revelado en las Escrituras.
Y a pesar de toda la atención que el cristianismo presta a la razón, los cristianos no siempre han manejado la relación entre fe y razón, la Revelación y la filosofía, muy bien. La Reforma protestante fue parcialmente una reacción contra el híper-escolasticismo que, como se lamentaban santos tan católicos como Tomás Moro en su momento, caracterizaron gran parte del pensamiento católico a finales del siglo XV y que parecían marginar a las Escrituras. Este problema demasiado real condujo, comentó Benedicto, a que muchos reformadores creyeran que «estaban siendo confrontados con un sistema de fe totalmente condicionado por la filosofía».
En Ratisbona, sin embargo, Benedicto trató de llamar nuestra atención a la parte inversa del problema: las olas de lo que él llama la «deshelenización» que han surgido dentro del cristianismo y de Occidente en diferentes momentos. Por deshelenización, Benedicto quiere decir cualquier declive en el compromiso con un razonamiento filosófico coherente que el cristianismo absorbió en parte del mundo griego y utilizó para aprehender mejor la verdad que permea las Escrituras.
Cuando ha ocurrido tal distanciamiento de la razón, algunos cristianos han abrazado un tipo de sumisión a Dios que evita o hasta desestimula la exploración de los «porqués» de nuestra obediencia. De un lado del espectro, Benedicto argumentó, muchos teólogos a partir del siglo XIX cayeron cada vez más (como buena parte del mundo académico) en la trampa de equiparar la razón con métodos empíricos de análisis. Gradualmente, dejaron de pensar sobre Cristo y la Revelación como un punto de partida que no fuera aquel constatable por los métodos de investigación científicos. Por ende, en las palabras de James V. Schall, S. J., «al eliminar a la filosofía de las Escrituras, terminamos eliminando la divinidad de Cristo». Y eso, para cualquier propósito, nulifica la esencia del cristianismo. En esta luz, vemos que la marginación del Logos conduce directamente a la desaparición de la teología natural, intenta reemplazar la ley natural con una ética consecuencialista, un hábito excesivamente deferente con las disciplinas de la sociología o la psicología, y la insistencia de que las experiencias de las personas pesan más que las conclusiones de un razonamiento moral sensato cuando evaluamos la bondad o no de nuestras escogencias.
Las enfermedades de la mente occidental moderna
Estos desarrollos han dejado a gran parte de la cristiandad espectacularmente mal equipada para siquiera empezar a luchar con el yihadismo islámico, sin mencionar hacer contribuciones significativas a combatir el fenómeno. Uno no tiene que ver demasiado fijamente dentro del mundo cristiano, incluyendo dentro de la Iglesia católica, para encontrar aquellos que repiten sin cesar el mantra de la «religión de paz», o que equiparan con la «islamofobia» una crítica históricamente informada, razonada, claramente expuesta de varios principios y costumbres musulmanas. A tal grado llegan, que hacen eco de las mismas banalidades emitidas por aquellos líderes políticos de Occidente, quienes, inmediatamente después de un ataque terrorista islámico, afirman que ello no tiene nada que ver con el Islam. Desafortunadamente para ellos, y para el resto de nosotros, los musulmanes que se inmolan mientras realizan misiones suicidas detonando bombas, claramente creen que sus acciones sí se deben en gran medida a su fe religiosa.
Los efectos de la deshelenización, sin embargo, van más allá del cristianismo. La reducción de la razón a lo empírico ayuda a explicar por qué, por ejemplo, gran parte de la economía contemporánea ha degenerado en una subrama de la matemática aplicada que con frecuencia oscurece los poderosos discernimientos de La riqueza de las naciones de Adam Smith. El empirismo también ayuda a explicar por qué los sociólogos tratan de medir la felicidad sin estar dispuestos o ser capaces de definir lo que es la felicidad. Nuevamente, no es la técnica que está mal. El error es ver el razonamiento empírico como la única forma válida de razonar: una posición que, irónicamente, no puede ser demostrada empíricamente. Luego está el hecho que la razón empírica no dice nada respecto de la dimensión teológica de algo como el yihadismo islámico, porque es incapaz de entrar en una discusión seria sobre la naturaleza de Dios, algo que va, por definición, más allá de la cuantificación o las mediciones.
Fue contra este telón que el discurso de Benedicto en Ratisbona reiteró el continuado compromiso de la Iglesia católica con la razón en su plenitud, y con la necesidad de que los cristianos y el Occidente, más ampliamente, se reconecten con la razón en todas sus dimensiones. Por supuesto que el cristianismo no es una filosofía. En última instancia es sobre Dios y quién Él es: un tema sobre el cual la razón puede por sí misma comprender bastante pero que sólo puede ser completamente conocido a través de la Revelación. Pero sin la razón, la verdad sobre la realidad fácilmente se vuelve turbia. A ese respecto, hoy el cristianismo corre menos peligro de caer en el fundamentalismo que en el sentimentalismo: ese que caracteriza demasiadas contribuciones al debate público del Occidente en la actualidad, incluyendo aquellas contribuciones hechas por unos cuantos cristianos, y que permanecen tumbados, indefensos y confundidos, de cara al terrorismo islámico.
De este estupor quiso despertarnos en Ratisbona un hombre gentil, que siempre templó el rigor intelectual y la valentía moral con una humildad genuina, a nosotros, los cristianos y los habitantes del mundo occidental. Diez años más tarde, parece, muchos permanecen profundamente dormidos.