«Venezuela tiene un maravilloso sistema de votación donde pulsas una pantalla táctil, y votas por quien quieras e instantáneamente tu escogencia es grabada, y transmitida electrónicamente a un centro de conteo»
Jimmy Carter, 2013
Siempre he dicho que las comparaciones son odiosas, más aún cuando sentimos que esas comparaciones no tienen fundamento o nos comparan con aquello que consideramos «indeseable».
Mi país, Venezuela, en las últimas dos décadas se ha convertido en ese ejemplo «indeseable» con el que nadie quiere ser comparado, ni mucho menos llegar a convertirse. Por eso creo que es imprescindible conocer a profundidad ese ejemplo indeseable, comprender sus complejidades, y así poder entender dos cosas: en primer lugar, si la comparación es atinada, y en segundo lugar, si podemos extraer de esa comparación una lección para no repetir la historia.
Actualmente, es común ver en varios países –sobre todo en Latinoamérica– que todos los bandos políticos utilizan la situación de Venezuela como arma arrojadiza para acusar a sus oponentes a diestra y siniestra de que, detentando o no el poder, «nos convertirán en una Venezuela». Pero, ¿qué tanto fundamento tiene esta afirmación?
No tengo duda que cualquier país puede sucumbir ante proyectos liberticidas como el venezolano, cubano, nicaragüense, cada uno con sus peculiaridades, pero siempre con el objetivo común de aniquilar toda libertad individual y consolidar un modelo autoritario sin ningún tipo de contrapeso institucional que les permita, además, perpetuarse en el poder. Para lograrlo ya sabemos cómo operan (ver aquí artículo anterior «paralelismos en la lucha contra la corrupción»). Atizan un discurso de odio y división revestido por una causa aparentemente noble –y a la vez vacía– que puede ir desde un discurso anticorrupción, la necesidad de «refundar» el Estado, reformar los poderes públicos, amenazas de supuestos golpes de Estado, etc., hasta llegar a una Constituyente. Lo importante aquí es que como ciudadanos sepamos diferenciar qué acciones son las que efectivamente llevan a un país en esa dirección, y no caigamos en chantajes y manipulaciones de grupos políticos que buscan desinformar y desviar la atención de lo verdaderamente importante.
Hoy hablaré específicamente del tema electoral. En el caso de Venezuela, las elecciones han sido por muchos años el eje central del conflicto político y a la vez, un instrumento efectivo del chavismo para perpetuarse en el poder.
El CNE (Consejo Nacional Electoral), el órgano rector máximo de los comicios en la era chavista, se ha caracterizado por utilizar un sistema electrónico que en su momento prometió acabar con el «corrupto» sistema electoral anterior. Durante los años de democracia previos al chavismo, los partidos políticos pequeños (sobre todo el Partido Comunista y los partidos de izquierda) denunciaban constantemente alteraciones en actas y demás anomalías en las elecciones.
De manera que la nueva tecnología del CNE pretendía corregir estas irregularidades. En un primer momento esta tecnología parecía ser inofensiva y hasta cierto punto deseable, pero rápidamente, una vez acontecidos los primeros comicios, gran parte de la ciudadanía se percató de que existían innumerables inconsistencias que ponían en duda la transparencia del proceso electoral; sobre todo, a la hora de verificar que las actas físicas de las mesas electorales coincidieran con las actas electrónicas que se transmitían casi de forma simultánea al CNE a través del sistema informático.
La desconfianza en el sistema electoral comenzó a apoderarse de gran parte del electorado, sobre todo por la duda en cuanto a la legitimidad de los resultados electorales. A esto se le sumaba la escogencia de personajes cuestionables y afectos abiertamente al chavismo en las magistraturas del órgano electoral, que además inhabilitaban políticamente a cualquier contendor que le disputara poder al oficialismo. Sin contar prácticas por parte del chavismo como el amedrentamiento a ciudadanos y fiscales en centros de votación, acarreo, etc. a las que el CNE hacía oídos sordos. Todo esto sin duda intensificó la idea de que el fraude era una constante en las elecciones venezolanas.
En las 17 elecciones que realizó el chavismo entre el 2000 y el 2015, fueron innumerables las gestiones de parte de dirigentes políticos de oposición, quienes por la vía legal exigían hacer auditorías a las cajas electorales y hacer un reconteo público de las papeletas. Pero estas gestiones y denuncias no tuvieron eco en ninguna instancia del Estado venezolano, ni en la Sala Electoral del Tribunal Supremo de Justicia, ni mucho menos en una instancia como el Ministerio Público, a pesar de que varias de las denuncias pudieron incluso haber tocado el ámbito penal. Pero es más, la propia comunidad internacional a la que se acudió muchas veces para elevar nuestra voz sobre el fraude electoral continuado, no solo hizo oídos sordos, sino que el sector Demócrata Progresista estadounidense a través del expresidente Jimmy Carter, convalidó el fraudulento sistema electoral venezolano llamándole «El mejor del mundo».
Sin duda, con los años, la idea de fraude electoral no ha hecho más que fortalecerse entre la opinión pública. Producto de ese enorme desprestigio hacia el sistema electoral y opacidad por parte del CNE por su renuencia a permitir auditar las cajas, la propia oposición decidió internamente que en 2023 las elecciones primarias se hicieran de forma independiente y autogestionada, prescindiendo del Consejo Nacional Electoral.
A partir de mi experiencia como venezolana, no me queda duda cuán necesario es no solo tener contrapesos institucionales escritos en papel, sino funcionarios independientes y sin miedo a ejercer esa función de investigación, que por mandato les corresponde, de atender cualquier denuncia proveniente de la ciudadanía, para que en el largo plazo, no solo se fortalezca la transparencia de futuros procesos electorales, sino también se fortalezcan las bases de nuestra República.