«Si hay Navidad dentro de ti, habrá Navidad en torno tuyo.
Si no hay Navidad dentro de ti, cuenta conmigo.
¡Feliz Navidad! Que la estrella más clara y más lejana nos acompañe».
Amable Sánchez
Mientras innumerables confesiones de Fe alrededor del mundo están por concluir con sus disciplinas espirituales que evocan la venida del Redentor (Adventus Redemptoris) y se preparan fervientemente para celebrar y recordar el nacimiento de nuestro Señor Jesucristo, otros, lamentablemente, rechazan categóricamente esta celebración por considerarla una fiesta que hunde sus raíces en prácticas paganas.
Si bien es cierto, la mayoría de eruditos no se han puesto de acuerdo respecto a la fecha del nacimiento de Jesús en Belén de Judá (Miqueas 5:2), y la tradición histórica desde Hipólito de Roma (en el siglo III) la ha situado a partir del 6 de enero y, desde finales del siglo IV, se ha celebrado el 25 de diciembre como una conquista cultural que erradicó las festividades dirigidas al Sol Invictus o las Saturnalias, tampoco es menos cierto la importancia teológica que tiene la encarnación (Dios hecho hombre) para la Historia de la Salvación.
Por tanto, independientemente de las discusiones que se han dado a lo largo de la historia del cristianismo respecto a la fecha exacta del nacimiento de nuestro Redentor, lo que no se puede dejar de reconocer y conmemorar es que “el Verbo se hizo carne” (Juan 1:1), «habitó en medio de nosotros» (Juan 1:14) y «dio a conocer al Padre» (Juan 1:18) en el tiempo que Dios estimó prudente (Gálatas 4:4) para que se cumpliera la fidedigna profecía del Antiguo Testamento respecto a la venida del Mesías.
Mirad que días vienen –oráculo de Yahveh– en que confirmaré la buena palabra que dije a la casa de Israel y a la casa de Judá. En aquellos días y en aquella sazón haré brotar para David un Germen justo, y practicará el derecho y la justicia en la tierra. En aquellos días estará a salvo Judá, y Jerusalén vivirá en seguro. Y así se la llamará: «Yahveh, justicia nuestra» (Jeremías 33:14-16).
Precisamente esto es lo que recordamos con canto de júbilo por estos días, que Dios ha cumplido su promesa: «Ciertamente consolará Jehová a Sion; consolará todas sus soledades, y cambiará su desierto en paraíso, y su soledad en huerto de Jehová; se hallará en ella alegría y gozo, alabanza y voces de canto» (Isaías 51:3). Tal como lo expresó Agustín de Hipona:
Él vino cuando todas las cosas estaban envejeciendo, y las hizo nuevas. Como algo hecho, creado y perecedero, el mundo iba en declive hacia su decadencia. No podía sino abundar en problemas. Él vino para consolarlos en medio de los conflictos actuales y prometerles descanso eterno. No opten, pues, por aferrarse a este mundo envejecido, resistiéndose así a rejuvenecerse en Cristo. (Agustín de Hipona, Sermones sobre lecturas seleccionadas del Nuevo Testamento, 356.)
La encarnación, pues, significa que «Dios no se contentó sencillamente con tener buenos pensamientos acerca de nosotros, tampoco con ayudarnos mientras mantenía su distancia. Significa que Dios nos visitó para darnos salvación —“en nuestra situación lastimosa”, como lo expresó Atanasio en la antigüedad (J. Kenneth Grider, Diccionario Teológico Beacon)».
Es mi deseo que en estos días previos a la celebración de Navidad podamos reflexionar en las implicaciones de la encarnación para nuestro común peregrinar espiritual. Contemplemos con serenidad las palabras del profeta Isaías quien nos abre un panorama inmenso de esperanza y de gracia en un mundo de tanta desgracia:
Porque un niño nos es nacido, hijo nos es dado, y el principado sobre su hombro; y se llamará su nombre Admirable, Consejero, Dios Fuerte, Padre Eterno, Príncipe de Paz. Lo dilatado de su imperio y la paz no tendrán límite, sobre el trono de David y sobre su reino, disponiéndolo y confirmándolo en juicio y en justicia desde ahora y para siempre. El celo de Jehová de los ejércitos hará esto (Isaías 9:6-7).
El misterio de la Navidad se nos ha develado, el niño ha nacido y nos trae salvación eterna (Mateo 1:18-25; Lucas 2:1-7). Confiemos, pues, en su mensaje de paz y vida eterna y exaltemos su nombre como lo hiciera el notable poeta Lope de Vega en su poema «El nacimiento de Cristo»
¡Gloria a Dios en las alturas,
paz en la tierra a los hombres,
Dios ha nacido en Belén
en esta dichosa noche!
Amen.