La libertad de conciencia y de culto es algo por lo cual no debemos quedarnos callados, no vaya a ser que nos callen después.
Un mundo gris, un mundo frío y no necesariamente por el clima, en donde los muros te obligan a no hablar y, no digamos, a pensar por ti mismo. Nada se cuestiona ni se dialoga, las cosas son como dicen ellos y el resto a obedecer. A seguir las normas del status quo y nada de salirse de lo establecido.
Un espacio sin música, notas, ni melodías diferentes. Un lugar donde el silencio es aplastante y obligatorio. La boca está amortiguada y la mente apagada.
Las palabras: Dios, libertad, tradición, espiritualidad, expresión, individualidad… son terminantemente prohibidas. El único dios es el Estado y nada de estar profesando acerca de otro salvador, una blasfemia que merece la muerte. La palabra eternidad únicamente es utilizada para quienes son condenados perpetuamente a prisión por no acoplarse a la norma.
A los ancianos, con sus años de experiencia, llenos de errores cometidos, lecciones aprendidas, una templanza que no titubea, de aquel dominio propio tan difícil de obtener en la juventud, una Fe inquebrantable que solo los años llenos de tragedias y victorias te puede dar, pues a ellos se les relega al olvido. Su sabiduría es silenciada, aniquilada. Nada de legado, de contar las historias de antaño tan esenciales para comprender el presente y el futuro. Que se borre la historia y la memoria, todo en nombre del progreso y el avance.
A los niños, que no se les enseñe a tener creatividad ni a usar su imaginación, no vaya a ser que por estar imaginando entren en contacto con su naturaleza de buscar lo sobrenatural y quieran descubrir los misterios que esta vida y la por venir nos presenta. Es la edad perfecta para enseñar e indoctrinarlos a entender que su «gran papá» es el Estado y que deben ser fieles y rendirle cuentas únicamente a él, porque está prohibido dejar la labor a los padres de educarlos y enseñarles los valores familiares. El plan entonces se arruinaría por completo.
Todos los adultos: empresarios, madres, maestras, doctores, etc. quedan al servicio del Estado, de cumplir los fines tan «puros» y «morales» que ellos tengan en nombre de lo colectivo. Todo sea por crear una nueva sociedad, al hombre perfecto, todos iguales en pensamiento y palabra para no ofender ni excluir a nadie. Que nada ni nadie se rebele porque las consecuencias son fatales.
«¿Y cómo es que llegamos a esto?» nos preguntamos ahora. Pues quizá porque pensábamos que estábamos inmunes al peligro, dando por sentado nuestra libertad de expresión y de culto. Estábamos muy cómodos viviendo nuestra vida privada sin pensar mucho en lo público. Y cuando los cambios comenzaron a suceder, pensamos que estábamos solos para pelear contra ello, que éramos muy pocos los que aún valoramos el pasado, que nuestra voz no era suficientemente alta para ser escuchada y que la tinta y el papel en nuestras manos eran insignificantes para escribir palabras resonantes y de cambio. Lo que nos trajo a esto fue el miedo a no decir lo que pensamos desde un principio, el miedo a profesar lo que creemos en público porque el rechazo es simplemente inaguantable. Nos callamos la boca antes de que nos obligaran a ello.
En muchos países del mundo está pasando lo que acabo de describir. En Guatemala aún estamos a tiempo de escribir sin cesar, de hacernos escuchar, de pronunciar nuestras posturas y defender la libertad individual y de culto más que nunca. Estamos a tiempo de educarnos e informarnos de quiénes quieren gobernar, de indagar en sus intenciones y así tomar las mejores decisiones para el presente y futuro de nuestro país.