Publicado originalmente el 11 de enero de 2021 en Prensa Libre.
Dos tendencias negativas están dañando las instituciones políticas y sociales de Estados Unidos y de otros países del mundo: la arena política está invadiendo cada vez más trozos de nuestras vidas, y la retórica política se ha vuelto más pasional y menos racional. Es difícil dar marcha atrás en estos dos frentes.
Los disturbios y hasta la toma de edificios emblemáticos no son cosa rara en el mundo, pero las imágenes de la ilegal incursión dentro del Capitolio de Estados Unidos causaron un generalizado estupor. A todos, incluso a los fans del presidente Donald Trump, les quedó claro que los manifestantes demeritaron su causa recurriendo a la violencia.
Los políticos han estado jugando con fuego por años: utilizan el miedo, el odio, la treta y la desconfianza para movilizar a la gente a su favor o en contra de su contrincante. Con el tiempo, las emociones desbordadas son incontrolables. Muchos partidarios de Trump están convencidos que les robaron la elección con el fin de asegurar la posibilidad de implementar una agenda socialmente liberal y socialista. Acumularon evidencias y entablaron procesos judiciales que no rindieron los frutos esperados. Desde la constante burla al presidente, hasta las críticas por su manejo de una pandemia mundial, hasta los meses de terribles protestas y saqueos de Black Lives Matter y Antifa, hasta el manipuleo de los votos por correo: el emocional chirmol acarreó agua al molino del partido demócrata. El miedo que sienten los republicanos es tan real como el odio que sienten los demócratas (y algunos republicanos) hacia Trump. Tan incendiaria ha sido la retórica que las teorías de conspiración de izquierdas y derechas lucen plausibles. Sospechamos que el bando contrario es capaz de cualquier traición e indecencia.
Esta no fue una elección presidencial entre personas civilizadas y respetuosas. El nivel de apasionamiento e irracionalidad se transparenta con el glotón y cruel zarpazo de los medios de comunicación y sus amigos demócratas en cuanto supieron que habían ganado la guerra: ni los más despiadados depredadores que vemos en Animal Planet se lanzan sobre su presa con tanta saña y celeridad. Estaban listos para linchar al presidente y cancelarlo totalmente, bloqueándolo de redes sociales y exigiendo un proceso de destitución a cortos días de la inauguración de Joe Biden. Tienen listas de los enemigos cuyas vidas y profesiones destrozarán. Los funcionarios que están renunciando tienen miedo de verse figurativamente ante el paredón. El berrinche de Trump palidece ante sus actitudes vengativas: y al final, todos pierden.
El espectáculo político nos asquea: en Estados Unidos y en el resto del mundo. Empalaga. Queremos ignorarlos y retomar nuestras vidas. Quisiéramos proteger nuestros hogares y nuestros trabajos de los efectos de la clase política y restablecer una confianza mutua y una convivencia pacífica. ¡No nos dejan! Con cada regulación y reglamentación la clase política se entromete más en nuestras decisiones. La pandemia hasta les permitió encerrarnos y dictar qué actividades económicas consideraban esenciales y cuáles no.
Al ir expandiendo la arena política y encogiendo la arena de la libertad personal, cada proceso electoral se vuelve más dramático porque hay más en juego. Los votantes tenemos mucho que perder. Irónicamente, entre más atribuciones y funciones se arroga la clase política, más posibilidades tiene de fracasar y empañar su reputación. A mayor tamaño del aparato público, las ineficiencias, el despilfarro y la corrupción se visibilizan más.
Urge detener la descomposición social y cultural en el mundo, y volver a trazar los límites a lo que la clase política puede o no puede hacer.