Según la Constitución Política de la República, «Guatemala es un Estado libre, independiente y soberano, organizado para garantizar a sus habitantes el goce de sus derechos y de sus libertades. Su sistema de gobierno es republicano, democrático y representativo» (artículo 140); «El Estado de Guatemala se organiza para proteger a la persona y a la familia; su fin supremo es la realización del bien común» (artículo 1). Estas normas aspiran a erigir un sistema con determinados rasgos políticos, valores y propósitos, que rijan y guíen la actuación de quienes ejercen el poder.
La pandemia COVID-19, junto a factores particulares de cada región y país, dejó tras de sí una erosión de la democracia y las libertades alrededor del mundo, favoreciendo ejercicios autoritarios del poder público. El momento parece oportuno para retomar algunas ideas fundamentales sobre democracia y república, contrastándolas con la situación actual para cuestionar hacia dónde vamos.
¿A qué aspiramos?
En su obra The Origins of Political Order (2011), Francis Fukuyama argumenta que la democracia liberal moderna es una combinación de tres instituciones políticas: el Estado moderno, el Estado de derecho (rule of law) y la rendición de cuentas por el poder público (accountability o accountable government):
- El Estado moderno presenta una división racional del trabajo según la especialización técnica y la experiencia, así como la impersonalidad en el reclutamiento de su personal y en su autoridad sobre los ciudadanos. Es una impersonalidad contrapuesta al patrimonialismo en la cual el reclutamiento se basa en parentesco y reciprocidad personal.
- El Estado de derecho implica que las comunidades se vinculan a reglas abstractas que tienen preeminencia incluso sobre la legislación y sobre quienes ostentan el poder político. Actualmente, la distinción entre derecho y legislación corresponde a aquella entre derecho constitucional y legislación ordinaria, comprendiendo el primero tanto la Constitución como su interpretación jurisprudencial.
- La rendición de cuentas significa que los gobernantes se consideran responsables ante los gobernados, colocando los intereses de estos por encima de los propios. Esto se logra mediante educación moral o procedimientos que permiten reemplazar a los gobernantes ante su mala actuación, incompetencia o abuso de poder. De estos, el más común es la vía electoral, preferiblemente con varios partidos y sufragio universal de adultos.
Para dicho autor, Latinoamérica presenta características políticas únicas en el mundo. Aunque la región ha sido exitosa en realizar elecciones y otros mecanismos democráticos, la administración de justicia refleja poca seguridad, altos índices delictivos, congestionamiento en los juzgados, derechos de propiedad débiles o inseguros e impunidad para los ricos y poderosos. Menciona factores como el latifundismo, sistemas fiscales injustos, mala administración económica y financiera, autoritarismo y corrupción: «Las élites acaudaladas han aprendido a vivir con gobiernos no democráticos y protegerse de la autoridad del Estado, y con frecuencia se benefician de la corrupción institucionalizada», expresa Fukuyama. Su referencia a élites y minorías privilegiadas incluye no solo a familias y empresarios sino también a grupos como sindicalistas (especialmente del sector público) y estudiantes universitarios, entre otros.
Este es un marco interesante desde el cual examinar la realidad guatemalteca. Por poner solo un ejemplo: ¿qué impersonalidad puede tener un Estado donde, no sin cierta frecuencia, nos enteramos que diputados, ministros, magistrados, etc., tienen parientes trabajando en otros organismos o instituciones estatales, o como directivos o accionistas de entidades que contratan con el sector público? Legalmente y en teoría, es posible que esto sea resultado de procesos de contratación independientes y transparentes. En la práctica, factores como la cercanía del parentesco, las cualificaciones del personal, entre otros, han suscitado críticas.
Hablar de democracia en Guatemala requiere basarnos en ese marco constitucional que define su sistema de gobierno como republicano, democrático y representativo. La forma republicana de gobierno es tan esencial al constitucionalismo guatemalteco que la Constitución prohíbe reformar toda cuestión referida a ella.
La noción más básica de republicanismo implica la convicción de que el gobierno concierne a todos: es cosa del pueblo, res publica. Según Gargarella, las diversas concepciones del republicanismo presentan tres rasgos mínimos comunes: la concepción antitiránica que busca la libertad contra toda forma de dominación y absolutismo; la promoción de virtudes cívicas indispensables para la libertad, incluyendo una ciudadanía comprometida; y el control ciudadano sobre la organización política y económica, orientándolas a la independencia personal y la virtud cívica. Otros autores, como Dagger, especifican el republicanismo moderno o liberal como más enfocado sobre los derechos y libertades individuales.
Pettit identifica el republicanismo con tres ideas principales: libertad como no-dominación, constitución mixta y ciudadanía contestataria. Según Dagger, la idea de Estado de derecho es la clave para distinguir entre una república democrática y otros tipos de democracia, respondiendo a la preocupación sobre el peligro de tiranía de las mayorías. Si una democracia no garantiza el imperio de la ley frente a la voluntad mayoritaria, no es republicana sino populista, mayoritaria o plebiscitaria.
Para Schmitter & Karl, la democracia política moderna es un sistema en que los gobernantes responden sobre sus acciones públicas ante los ciudadanos, quienes actúan indirectamente a través de la competencia y cooperación de sus representantes electos. Es compatible con el disenso en tanto se respetan los resultados de las elecciones y negociaciones (consentimiento contingente), sabiendo que un cambio mediante acción colectiva independiente es realmente posible (incertidumbre delimitada).
La democracia, según dichos autores, requiere ciertos «mínimos procedimentales» como condiciones necesarias (aunque no suficientes): (a) el control sobre las decisiones de gobierno en materia de políticas está confiado constitucionalmente a funcionarios electos; (b) los funcionarios son escogidos en elecciones frecuentes y justas en que la coerción es comparativamente poco común; (c) prácticamente todos los adultos tienen el derecho de votar para elegir funcionarios; (d) prácticamente todos los adultos tienen el derecho de optar a cargos públicos por elección; (e) los ciudadanos tienen derecho de expresarse sobre asuntos políticos sin peligro de castigo severo; (f) los ciudadanos tienen derecho a buscar fuentes alternas de información, las cuales existen y gozan de protección legal; (g) los ciudadanos tienen derecho de formar asociaciones u organizaciones relativamente independientes, incluyendo partidos políticos y grupos de interés; (h) los funcionarios pueden ejercer sus potestades constitucionales sin que los invalide la oposición informal de funcionarios no electos; y (i) la entidad política puede autogobernarse, actuando sin restricciones impuestas por otro sistema político dominante.
Ginsburg & Huq, por su parte, señalan la importancia de las libertades de expresión y de asociación en una democracia liberal constitucional. Estos derechos hacen posible la crítica y la propuesta de alternativas, el vigor de la prensa, la formación de partidos y la articulación de demandas políticas mediante la sociedad civil organizada. Por su parte, el Estado de derecho garantiza el involucramiento democrático sin temor ni coerción y la administración neutral de procesos electorales, así como autoridades neutrales que apliquen las reglas que protegen derechos.
También estos elementos son un marco útil para examinar nuestro país. Por ejemplo, el autogobierno se ha enfatizado al hablar de soberanía frente a lo que algunos consideran injerencias de otros países u organizaciones internacionales. La otra cara de la moneda es cuestionar si el discurso soberanista responde efectivamente a intereses generales de la población,a intereses sectoriales o incluso a intereses personales. ¿Qué tan republicano y democrático sería un Estado cuya soberanía se invoque solo en favor de unos cuantos? Otros cuestionamientos recientes versan sobre la efectividad de esos derechos característicamente liberales de expresión y asociación, la neutralidad de las autoridades electorales y la independencia judicial.
El Informe Anual 2021 de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, por ejemplo, dedicó un capítulo específico a Guatemala que manifiesta preocupación en temas como la independencia judicial y la libertad de prensa. Desde luego, se puede estar en desacuerdo con su contenido en varios aspectos —por ejemplo, su tratamiento del aborto—, pero la idea de una concertación de izquierdas contra Guatemala —manejada en algunos ámbitos— parece menos sólida al ver que también hay capítulos específicos sobre Cuba y Venezuela, perennes referentes del autoritarismo socialista, y Nicaragua, esa nación «cristiana, socialista y solidaria» donde se asesina manifestantes, se encarcela a opositores políticos, se persigue al clero católico y se cobija a políticos extranjeros acusados de corrupción.
Levitsky & Ziblatt enumeran cuatro indicadores clave de conducta autoritaria: (1) rechazo de (o compromiso débil con) las reglas del juego democrático; (2) negación de la legitimidad de los oponentes políticos; (3) tolerancia o fomento de la violencia; y (4) disposición a restringir las libertades civiles de los oponentes, incluyendo de los medios de comunicación.
En años recientes se ha instalado en Guatemala, desde los más altos niveles, cierto discurso de «unidad» en que la crítica, el disenso, la oposición y el cuestionamiento, se identifican con la división y desunión, valorándose negativamente. Más aún, parecen verse como un obstáculo, algo antipatriótico, un mal a erradicar. También se ha expresado preocupación sobre la libertad de prensa al señalar un aumento de restricciones, limitaciones y ataques a la labor periodística, incluso el asesinato de periodistas. Aunque ambas cosas no necesariamente deben ir de la mano, expresan y fomentan un ambiente general de intolerancia.
Aunque es natural que surja una orientación compartida entre partidarios y aliados, que además permite al público generar expectativas sobre las posturas que los políticos defienden, es problemático cuando el disenso se convierte en descalificación o cancelación de quien piensa distinto. Esto es profundamente antidemocrático y antiliberal, pues niega rasgos inherentes a la competencia entre ideas y posturas que es esencial a la democracia liberal. Y no es rasgo exclusivo de quienes puedan ocupar el poder en un momento dado, sino síntoma más general de formas de (in)comunicación cerradas, emotivas e intransigentes, que dificultan el diálogo en muchos ámbitos contemporáneos.
Regresando a Fukuyama, en su reciente obra Liberalism and Its Discontents argumenta que el liberalismo es precisamente un medio para gobernar en la diversidad, surgido ante la desaparición de factores históricos de cohesión cultural. Señala las amenazas que, desde izquierdas y derechas, se ciernen hoy sobre la libertad democrática y liberal. La polarización que hoy se vive en Guatemala y alrededor del mundo contribuye a fomentar una cultura de confrontación, exclusión, miedo e intolerancia.
Un país donde el disenso y la crítica sean tachados como divisionismo antipatriótico, donde ejercer el periodismo pueda llevar a perder la libertad o la vida, no iría bien encaminado. Ciertamente, puede haber varias explicaciones sobre las causas e ideas de cómo remediarlo y, como todo, puede instrumentalizarse políticamente (lo cual, en su razonable dimensión, es legítimo en una democracia liberal). Sin embargo, es básico notar que existen circunstancias que apuntan a que un retroceso democrático no es apenas una narrativa inventada por motivos ideológicos.
Por lo demás, siempre habrá nuevas manifestaciones de las paradojas sobre cómo evitar que la democracia o la tolerancia sirvan de medio para su propia destrucción.
¿Cómo vamos?
A veces parece que en Guatemala —no sé si por pesimismo o por un extraño orgullo— tendemos a pensar que nuestros problemas son excepcionalmente únicos y peculiares, más allá de importantes circunstancias concretas que sí lo son. Hablar de retrocesos democráticos ocurre en el contexto de los efectos negativos que la pandemia COVID-19 tuvo sobre la democracia alrededor del mundo.
El Índice de Democracia de The Economist para el año 2020 reportó el promedio mundial más bajo desde que empezó a publicarse (2006). Fue también el quinto año consecutivo de regresión democrática en Latinoamérica, cuyo promedio regional se vio afectado por el deterioro institucional en El Salvador, Guatemala y Haití. El puntaje de Guatemala bajó de 5.26 en 2019 a 4.97 en 2020, y a 4.62 en el mismo informe para 2021. Desde 2006 (punteo 6.07) la nota de Guatemala viene disminuyendo, con leves repuntes en 2015 y 2016. Hoy se encuentra en su punto más bajo.
Un estudio de Freedom House reporta un deterioro de la democracia alrededor del mundo a raíz de la pandemia. Incluye a Guatemala entre los países donde la democracia se debilitó, señalando ataques contra el estado de derecho. Su Informe sobre la libertad en el mundo 2022 habla de una expansión global del autoritarismo. Guatemala aparece con un puntaje de 51 y situación de «parcialmente libre».
Un informe de International IDEA en 2020 estimó que la pandemia coincide con el mayor aumento en erosión democrática, populismo y autocracia desde los setenta. Cita entre sus ejemplos la pugna por el poder judicial en Guatemala. Su informe sobre el estado de la democracia en las Américas de 2021 considera que en Guatemala se ha erosionado y la clasifica como una democracia de desempeño bajo y precario. En 2019, la misma institución ubicó a Guatemala como una de las únicas cuatro democracias en el mundo (junto a El Salvador, Haití y Turquía) con bajos niveles de acceso a la justicia. Apreció, además, un alto nivel de corrupción y resistencia a los esfuerzos para combatirla, un alto grado de financiamiento electoral ilícito y de influencia del crimen organizado en el estado y el sistema político.
En el Índice de estado de derecho 2020 del World Justice Project, Guatemala disminuyó 0.01 en su calificación (0.45 sobre 1), bajando 3 puestos respecto de 2019. En la edición de 2021 hubo nuevamente un descenso (0.44), con bajas en los indicadores de restricciones sobre el poder gubernamental, derechos fundamentales, justicia civil y penal. La calificación global se mantuvo en 0.44 para la edición de 2022, aunque descendió un puesto en el listado general, y nuevamente disminuyó su calificación en restricciones al poder, justicia civil y penal.
El Índice de capacidad para combatir la corrupción de AS/COA y Control Risks, en su edición de 2022, reporta que Guatemala sufrió el descenso más pronunciado y que su puntaje ha bajado cada año desde que se empezó a publicar el estudio: 4.55 en 2019, 4.04 en 2020, 3.84 en 2021 y 3.38 en 2022. En las tres categorías integrantes, sus puntajes son: 3.09 en capacidad legal, 3.11 en democracia e instituciones políticas, 5.05 en sociedad civil y medios de comunicación. De todas las variables que integran las categorías, los puntajes más bajos del país se registran en independencia y eficacia de los organismos anticorrupción (1.33), independencia y recursos de la Fiscalía General y de los agentes de investigación (1.67), y procesos legislativos y de gobierno (1.20). Los únicos países con puntuaciones menores a Guatemala son Bolivia y Venezuela.
El Índice de libertad humana del Cato Institute ha mostrado un ascenso general en su nota para Guatemala, actualmente en 7.63. Sin embargo, los subindicadores de Estado de derecho y de sistema jurídico y derechos de propiedad son, por buen margen, los más bajos del país. La calificación del país en Estado de derecho (rule of law, actualmente 4.0 sobre 10) ha tendido a la baja desde 2008, cuando su puntaje fue 4.6. Como resaltan los autores del estudio, el rule of law es esencial para proteger las libertades y requiere acciones gubernamentales: «sin seguridad o Estado de derecho, la libertad se degrada o incluso carece de sentido» (traducción libre1).
El Informe de libertad económica mundial 2022 del Fraser Institute, con datos al 2020, reportó un puntaje de 7.59 para Guatemala. Aunque el país subió dos puestos en el listado general respecto de los demás países, su nota de país disminuyó respecto de las de 2019 (7.78) y 2015 (7.79). El subindicador con puntaje más bajo son el sistema legal y los derechos de propiedad, con nota de 4.93. Esto es un aumento respecto de las de 2019 (4.87) y 2015 (4.92), pero ha disminuido la calificación en sus componentes de independencia judicial, imparcialidad de los tribunales y protección de derechos de propiedad. El mayor aumento de calificación al 2020 fue en integridad del sistema legal (4.78 desde 3.99 en 2019).
El Índice de libertad económica de la Heritage Foundation registró un aumento en la calificación para Guatemala de 62.6 en 2019 a 64 en 2021 y 2020, pero un descenso a 63.2 para 2022. Aunque su nota ha disminuido, su posición en el ranking ha mejorado (77 en 2019, 73 en 2020, 75 en 2021 y 69 en 2022) en comparación con las variaciones del resto de países. Pero, nuevamente, los subindicadores con puntaje más bajo lo son por notable margen y en áreas clave para la institucionalidad y el desarrollo a largo plazo, los cuales el informe agrupa bajo la categoría rule of law: 39.8 en derechos de propiedad, 36.9 en efectividad judicial y 26.5 en integridad gubernamental.
En este último indicador, Guatemala se ubica entre Mozambique y Pakistán y es el quinto puntaje más bajo en las Américas, solo mejor que Venezuela, Haití, Nicaragua y Honduras. En efectividad judicial, Guatemala se aleja un poquito de los últimos lugares de la región, superando solo a Venezuela, Cuba, Haití, Nicaragua, Bolivia y Honduras. A nivel global, en ese indicador empata con Eswatini (antes Suazilandia), situándose juntos entre Burkina Faso y Bosnia y Herzegovina. Si los comparamos con los subindicadores de Guatemala para 2021, hubo descenso en los de derechos de propiedad (43.2) e integridad gubernamental (30.1). Efectividad judicial, en cambio, subió desde 32.6.
El puntaje más bajo del país es en integridad gubernamental. Su calificación de 26.5 para 2022 es la segunda más baja en años recientes (30.1 en 2021, 29.6 en 2020, 26.4 en 2019, 27.3 en 2018 y 27.5 en 2017), y es una disminución respecto de los dos años inmediatamente anteriores. El informe del Heritage Foundation explica este indicador en términos generales: «preocupa mucho más la corrupción sistémica de instituciones de gobierno por prácticas como el soborno, el nepotismo, el cronismo, el clientelismo, la malversación y la corrupción. Aunque no todas son delitos en todas las sociedades y circunstancias, estas prácticas erosionan la integridad del gobierno dondequiera que se practiquen. Al permitir que algunos individuos o intereses especiales obtengan beneficios del gobierno a costa de otros, son gravemente incompatibles con los principios de trato igual y justo que son ingredientes esenciales de una sociedad económicamente libre» (traducción libre2).
Por supuesto que todos esos índices e informes son discutibles en cuanto a su metodología, sentido y alcances. No faltarán quienes, con mayor o menor razonabilidad, vean en ellos algún sesgo político o ideológico. Pero es interesante que, en su conjunto, proceden de instituciones con orientaciones variadas y, aun así, coinciden en apuntar hacia los mismos factores de preocupación y bajo rendimiento.
¿Qué hacemos?
Los datos de la sección anterior podrían inducir al pesimismo, o quizá atraer comentarios de quienes no ven con buenos ojos «hablar mal» del país. Pero, lejos de ser algo pesimista o antipatriótico, examinar temas espinosos que son determinantes para el presente y futuro del país se puede hacer, precisamente, porque es aquí donde se quiere vivir, crecer y prosperar en paz, justicia y libertad.
Habrá diferencias en los marcos teóricos, las interpretaciones, los diagnósticos, las soluciones propuestas y en tantas otras cosas. Eso es normal y nada negativo. Algunos lo tomarán como base para su acción política, lo cual también es normal (y deseable) en una sociedad con libre competencia y participación en la res publica. Alabar lo bueno y positivo (que también es necesario) tiene su quién, cuándo y dónde.
Parece innegable que Guatemala dista de ser una expresión efectiva del modelo de república democrática, de democracia republicana liberal moderna, aun evaluada desde criterios no maximalistas. Sus componentes de Estado de derecho muestran desempeño insatisfactorio y con tendencia a la baja. Siempre habrá diferencias, incluso radicales, al momento de diagnosticar causas y proponer soluciones, pero es evidente que algo hay que hacer.
Hasta los más satisfechos y optimistas con la situación actual no pueden ignorar que los bajos y decrecientes indicadores en materia de institucionalidad son un riesgo a mediano y largo plazo o, por lo menos, que impiden resultados aún mejores en otros indicadores donde el desempeño es positivo.
Eso es justamente lo que indicó recientemente la calificadora de riesgo Moody’s. El Gobierno de Guatemala reportó que Moody’s mejoró la perspectiva económica del país de «negativa» a «estable», sumándose a mejoras evaluadas por Standard & Poor’s Global Ratings y Fitch Ratings (ambas de «estable» a «positiva»), tomando en cuenta un buen desempeño en algunos indicadores fiscales, económicos y financieros.
Pero no citaron algunas advertencias hechas por Moody’s en su comunicado. La compañía indicó que la calificación de Guatemala se ve limitada por instituciones débiles y bajo ingreso per cápita, y que sus indicadores de gobernanza son menores que los de la mayoría de sus pares, con rezago en puntajes institucionales que miden la capacidad del gobierno para atender demandas sociales. Señala «debilidades clave» en el Estado de derecho y la efectividad general del gobierno. Otro factor es la alta desigualdad de ingresos, que se asocia a mayor riesgo político, menor crecimiento y, para algunos países, instituciones más débiles. Moody’s hizo mención explícita, como factores de riesgo, de la pobreza, la desigualdad de ingresos, la exclusión social, la falta de acceso suficiente a servicios básicos y vivienda, el Estado de derecho y el control de la corrupción.
También Standard & Poor’s, al mejorar su calificación del país, indicó que «el legado político se refleja en las instituciones públicas todavía débiles, los pesos y contrapesos inciertos, la corrupción y los inadecuados servicios públicos. El ejercicio de la ley y el cumplimiento de los contratos sigue siendo un desafío en el país». Fitch, por su parte, toma en cuenta los indicadores de gobernanza del Banco Mundial y, para Guatemala, señala la relativa debilidad de los derechos de participación en el proceso político, la capacidad institucional débil, la aplicación desigual del imperio de la ley y un alto nivel de corrupción. A criterio de Fitch, la calificación del país podría mejorar, entre otros factores, si mejoraran los indicadores de gobernanza y desarrollo humano, «particularmente en control de la corrupción y Estado de derecho» (traducción libre).
Entonces, si bien es dable celebrar la mejora en estas calificaciones, sería muy ingenuo ignorar lo que las propias calificadoras señalan sobre factores que limitan y ponen en riesgo el desempeño del país. Quienes valoramos la empresarialidad, la iniciativa privada, el trabajo, la igualdad ante la ley y el Estado de derecho como motores del desarrollo y la prosperidad, seríamos muy pobres de miras —quizá hasta deshonestos— si nos contentamos con una situación que todos —hasta quienes por otros factores nos aplauden— nos dicen que tiene serios problemas que son amenazas a largo plazo.
¿Qué cambios necesita el país para mejorar su desempeño institucional? Esa respuesta llenaría volúmenes. Por mencionar solo un ejemplo: recientemente, el sector empresarial organizado emitió un comunicado que resalta la importancia de «generar una discusión pública sobre propuestas de reforma y mejora a los procedimientos de designación institucionales» con referencia a las instituciones de justicia, investigación penal, autoridades electorales y el órgano contralor. El contexto, citado expresamente en la publicación, fueron los procesos de designación de figuras como el rector de la Universidad de San Carlos, procurador general de la nación, fiscal general, procurador de los derechos humanos y el contralor general de cuentas.
Los procesos de designación en varias de esas instituciones tienen bases de rango constitucional: hablar de su reforma implica hablar de reformas a la Constitución. Esto, sin embargo, se ha vuelto un tema delicado, a la luz tanto de experiencias recientes y propuestas concretas existentes en el país, como de tendencias generales y procesos específicos a nivel regional. Una época tan polarizada, radicalizada y confrontativa no parece la más idónea para emprender cambios tan fundamentales. Por otro lado, si no se hacen cambios, ¿acaso se corre el riesgo de agravar las ya difíciles circunstancias? ¿Estaremos en un callejón sin salida donde solo queda esperar el diluvio?
En ese contexto, debe aplaudirse que el sector empresarial organizado haya vuelto a poner el tema sobre la mesa, y esperar que sus líderes y los de todos los sectores del país muestren la madurez y visión a largo plazo necesarias para arribar a consensos fundamentales. La designación de esas autoridades tampoco es el único aspecto que requiere cambios: qué tan extensas y profundas deben ser las reformas siempre será parte importante del debate. Pero, aunque no exento de riesgos e incertidumbres, es un tema que cada vez parece más impostergable en el país.
1. «The rule of law, by providing predictable order and reducing arbitrary conduct by the authorities, further facilitates an environment in which freedoms are safeguarded. Without security or the rule of law, liberty is degraded or even meaningless».
2. «Of far greater concern is the systemic corruption of government institutions by such practices as bribery, nepotism, cronyism, patronage, embezzlement, and graft. Though not all are crimes in every society or circumstance, these practices erode the integrity of government wherever they are practiced. By allowing some individuals or special interests to gain government benefits at the expense of others, they are grossly incompatible with the principles of fair and equal treatment that are essential ingredients of an economically free society».