Una vieja y pequeña ironía en ambientes cristianos dice que hay cristianos muy tristes, «de Viernes Santo», y muy alegres, «de Domingo de Resurrección». Más allá de que es una falsa dicotomía, por supuesto, es la ocasión para transformar el Viernes Santo en un día de renovación, no de tristeza.
La Fe está tan olvidada en estos tiempos que cualquier ocasión de recuerdo, debe ser aprovechada. Vamos a las ceremonias de Pascua llevados por el hábito, y está bien, pero muy olvidados de lo que se está celebrando y recordando.
¿Por qué murió Cristo? Para redimirnos del pecado original, para poder curarnos con la gracia del Bautismo.
Pero, ¿creemos en ello? ¿Nos damos cuenta de lo que significa?
La imagen infantil que tenemos a veces de Adán y Eva nos hace olvidar la profundidad y el drama infinito que fue el pecado original. Fue nada más ni nada menos que rebelarnos contra nuestra condición de criaturas. Fue olvidarnos que somos una casi nada (lo finito) al lado del inconmensurable in-finito de Dios, de Dios creador. Ese Dios infinito que pone en su lugar a Job: «¿Quién es este, que oscurece mi consejo/ con palabras carentes de sentido?/n Prepárate a hacerme frente;/ yo voy a interrogarte, y tú me responderás./ ¿Dónde estabas cuando puse las bases de la tierra?/ ¡Dímelo, si de veras sabes tanto!/ ¡Seguramente sabes quién estableció sus dimensiones/ y quién tendió sobre ella la cinta de medir!/ ¿Sobre qué están puestos sus cimientos,/ o quién puso su piedra angular/ mientras cantaban a coro las estrellas matutinas/ y todos los ángeles gritaban de alegría? (…)»
Pero Dios no estaba enojado con nosotros al principio. «Bajaba al atardecer» para hablar con nosotros. ¿Se lo imaginan? ¡Hablar con Dios al atardecer! ¡Gozar de los dones regalados de su sabiduría y Gracia! Y despreciarlos por soberbia. ¿Tenemos conciencia de lo terrible del pecado? Casi nada. Y sin embargo lo fue, fue una falta tan inconmensurable que la culpa era infinita, y sólo pudo limpiarla lo infinito, la Segunda Persona, encarnada y asumiendo el sacrificio para poder redimirnos.
El cristianismo se basa, por ende, en un esencial acto libre de misericordia por parte de Dios. Tomar conciencia de ello es darnos cuenta de que somos como los ladrones clavados al lado de Jesús. Somos ladrones que le hemos robado el amor que le debíamos; Cristo nos salva no por nuestros méritos sino por su sola misericordia. Somos ladrones liberados de una cárcel eterna y así debemos mirar al mundo: como ex presidiarios, liberados y agradecidos porque no lo merecíamos. Por eso la predicación: mira, ven, sal de la cárcel de tu pecado, déjate inundar por la Gracia curativa de Cristo.
Eso es el Viernes Santo. Es Cristo que da la vida por ti, con nombre y apellido, singularmente, no por una humanidad in abstracto, tan amada y por ende despreciada por los constructores de ideologías terrenas. A mí, con nombre y apellido, me salvó; y no en pasado: me está salvando siempre, porque así como me sostiene en el ser, me salva toda vez que ese sacrificio se convierte en la renovación incruenta del sacrificio, por medio de la Misa.
Por eso el cristiano es y debe ser humilde, porque es un expresidiario liberado; agradecido, por lo fue sin merecerlo; predicador, porque llama a otros a su redención; misericordioso, porque vive de la misericordia de Dios; firme, porque es Hijo de Dios, tranquilo, porque nadie que mate el cuerpo puede quitarle a Dios.
Meditar todo esto, recordarlo, es lo mejor que podríamos hacer en estos tiempos posmodernos, donde valdría lo mismo la Semana Santa que bailar hula hula en la tribu chucu chucu. No, no es lo mismo. Es Dios. No somos nosotros, es Él, y ante Él se dobla toda rodilla y alaba todo lenguaje. «…Por lo cual (Filipenses 2, 9-11) Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le confirió el nombre que es sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús SE DOBLE TODA RODILLA de los que están en el cielo, y en la tierra, y debajo de la tierra, y toda lengua confiese que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre». Amén.