¿Qué es la patria? ¿Es algo que nos constituye de manera esencial o accidental? ¿Somos también nuestra patria o somos lo que somos y además tenemos una patria, del mismo modo que adaptamos un estilo, una forma de vestir o una ideología? ¿La patria, se tiene o se es? ¿Podríamos no tener patria?
Y si así fuera, ¿nos faltaría algo?
Vivimos en un mundo global en el que circula la idea de cierta crisis en las identidades nacionales. Y, sin embargo, la misma idea de alguien sin patria no solo genera rechazo, sino que además la identificación entre nacionalidad y ciudadanía hace de alguien sin patria un ilegal. Pero, ¿por qué alguien no tendría patria?
Los nacionalismos han dotado al hombre moderno de un sentido trascendente en un mundo que, con la crisis de las ideologías, se fue desencantando. Para que los nacionalismos modernos cumplan su propósito de integración y sentido, tienen que ser asumidos como parte de nuestras raíces.
Tiene que volverse nuestra esencia.
Pero, ¿no son los estados nacionales modernos construcciones artificiales? ¿Hay algo esencial en el ser humano que nos constituya como lo más propio? ¿Es la patria lo más propio? ¿Podemos seguir pensando lo propio como algo cerrado y definitivo o es que en lo más propio siempre habita el otro?
Cuando pensamos en la patria, se nos vienen a la mente muchos símbolos. Solemos asociarla con una bandera, un himno, un prócer, una fecha o un relato histórico. Todos los símbolos nos conectan con la patria como nuestro lugar de origen, pero, ¿hay un origen o más bien llevamos el origen en nosotros desde siempre? ¿Es la patria algo que nos conecta con nuestro ser más íntimo; con algo esencial en nosotros o se trata, más bien, de algo contingente? Esto es, de algo que podría ser de otra manera.
Los estados nacionales son una creación moderna. ¿Qué es una nación? Algo cerrado que expresa cierta naturaleza íntima, como si se tratara de una ascendencia familiar. Podríamos comparar a la nación con una familia numerosa que nos está precediendo a todos, casi como si se tratará de un tronco común del que descendemos. Es que, con el concepto de patria, sobreviene la idea de un sentimiento de pertenencia que, sin embargo, entra en conflicto con la historia misma de los estados nacionales. Los estados nacionales, nuestros países, son una creación moderna; no existieron siempre.
Nuestros países existen como unidades de ordenamiento social en función de las nuevas condiciones de trabajo y de desarrollo tecnológico y productivo que se va desplegando con la modernidad. Los países o estados nacionales son hijos de un nuevo modelo productivo: el capitalismo.
Los estados nacionales van construyendo sus fronteras de modo artificial, juntando a las poblaciones originarias dentro de un nuevo territorio, o en el peor de los casos, despedazándolas en fragmentos y reubicándolas en países diferentes. Por eso, para que el nuevo país tome fuerza, siempre fue necesario reescribir el pasado, creando mitos fundacionales que hagan de la nueva nación nuestra raíz más esencial.
Provengamos o no todos de la misma familia originaria, para que la nación funcione e integre a sus diversos fragmentos, se van construyendo símbolos, mitos e historias en común, como si fuera una gran familia. Benedict Anderson sostenía que «toda nación es una comunidad imaginada» (Anderson, 2016). La integración solo funciona desde la coacción jurídica.
En la globalización se habla de identidades postnacionales. Se cuestionan las viejas estructuras de los estados nacionales por dogmáticas y se comienza a hablar de multiculturalismo. ¿Qué es el multiculturalismo? Es el debilitamiento de las fronteras nacionales de todo tipo en nombre de un nuevo universalismo que prioriza a la mezcla y a la diversidad, por sobre la rigidez con que estaban conformadas las identidades nacionales del siglo XX.
Sin embargo, una vez más, motivos con algún sesgo emancipatorio terminan siendo utilizados con otros propósitos. En nombre del multiculturalismo se impone un régimen global que cuestiona la individualidad y libertad personal.
Cuestionar a los estados nacionales para imponer un régimen único, establecido sobre el colectivismo, es cambiar una estructura que violenta la singularidad por otra.
Las nuevas persecuciones que se vienen instalando con sistemas políticos y económicos globalistas han hecho emerger un viejo fenómeno, pero con nuevo rostro: las migraciones. Los nuevos migrantes son el anverso del capitalismo global. Unos viajan para disfrutar el mundo, otros para sobrevivirlo.
El problema de hoy es el de siempre: ¿qué es ser un ciudadano? Si ser un ciudadano implica ser un sujeto con derechos y obligaciones dentro de un estado, ¿todos llegan realmente a ser ciudadanos? ¿Qué lugar tiene el extranjero o el marginado? ¿Quiénes son los que entran realmente en el espacio social? ¿Los que juran la bandera? ¿Los que pueden acceder al voto? ¿Los que poseen DPI? ¿Cómo se relaciona la ciudadanía con la nacionalidad?
Hoy, los nuevos apátridas son perseguidos, echados al agua, encerrados en campos de concentración y conjugaran toda la violencia de una ciudadanía que entiende al extranjero y sobre todo, al inmigrante ilegal, como «un otro» que no encaja y que por eso mismo nos amenaza.
¿Cómo defender los derechos de los que están fuera del sistema de derecho? Los esclavos laborales, los refugiados, los inmigrantes ilegales, los marginados y excluidos de la sociedad; aquellos que se encuentran privados de todo derecho y que conviven, sin embargo, con nosotros en nuestro mismo territorio, ¿no son también la patria? ¿En qué patria viven ellos? ¿En qué patria vive el otro?
En el mundo contemporáneo, las fronteras se han vuelto difusas; mientras la globalización cultural nos empuja hacia un borramiento de los límites, los movimientos nacionalistas, en cambio, buscan recuperar los elementos folclóricos de cada nación. El Folklore es lo propio de un pueblo, lo que hace a una identidad nacional.
Por eso, lo que considero como lo más propio en la patria es más «la lengua», más allá de la territorialidad. Podemos pensar a la lengua como el alma misma de lo nacional. La lengua nos es legada y transmitida por las generaciones anteriores.
De hecho, en el exilio podemos tener restricciones jurídicas, políticas y sociales, pero nadie nos impide hablar nuestra lengua. En el fondo podemos afirmar, como Alexander von Humboldt, que «la lengua es la nación misma, la nación transportable» (Humboldt et al., 2011). Muchas culturas viven hoy en la diáspora. Diáspora en griego significa dispersión.
No es casual que el lugar donde nacimos sea la patria y la tierra natal sea nuestra «madre patria». Patria viene del latín pater y significa padre. Por eso la «madre patria» representa la dependencia más plena; la madre y el padre juntos: la madre como símbolo de la sangre y el padre como el símbolo del apellido, del linaje, de lo jurídico y de la autoridad.