Derechos, civilidad y comunidad

por | Blog Fe y Libertad

Jun 26, 2024

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Solo basta hacer una búsqueda rápida en Google para darse cuenta del nivel de violaciones a los derechos individuales de millones de personas que ocurren a diario. ¿Qué hace posible tanto desprecio a la dignidad básica de otros humanos? Más que una respuesta directa, esta interrogante nos invita a reflexionar individualmente sobre nuestras convicciones hacia los derechos de todos. «El que tiene un derecho no obtiene el de violar el ajeno para mantener el suyo». Esta frase, atribuida a José Martí, nos puede guiar para esa larga y profunda reflexión. 

El ejercicio de nuestros derechos individuales debe estar limitado por el respeto a los derechos de otros. Podríamos decir que, pensar lo contrario es caer en el egoísmo, y más que ello, en el menosprecio de la propia dignidad humana. Ya decía Montaigne que esta radica en reconocerla en otros y así poder enfrentar desafíos con integridad y coraje para el bienestar de la comunidad. Quizá por eso nos extraña cuando alguien cree que sus derechos (o en alguna confusión de lo que son sus derechos y los interpreta como su condición de vida por encima de la de otros) decide ignorar que los demás también los tienen. 

Así, existen, en el ámbito político, transgresiones a la frase de Martí. Aquellos políticos que intentan mantener su poder violando los derechos y libertades de los ciudadanos, al restringir su libertad de expresión, de culto, de asociación son claros ejemplos. Una historia peligrosa de esto se vive en lugares no muy lejanos a Guatemala. El régimen de Ortega-Murillo, específicamente, con uno de los regímenes orwellianos más evidentes sobre la faz de la tierra, aterroriza a los nicaragüenses y ha causado que miles dejen su país, abandonando su derecho a construir una Nicaragua libre. 

Por eso es tan importante recordar una cuestión sobre la ciudadanía. El estatus de un ciudadano no es simplemente tener derechos (civiles, políticos o sociales), o lo que muchos autores en el estudio de la ciudadanía han llamado el «derecho a tener derechos». Pensarlo de esta manera hace muy fácil dar por sentado lo que tenemos. En realidad, con el tiempo, se ha complementado esta visión con la responsabilidad que cada uno de nosotros tiene y practicar esa ciudadanía, es decir, cuidar activamente y ejercer nuestros derechos. Esta ciudadanía implica la participación cívica para ser parte de las decisiones que guían el futuro de una comunidad. 

Acá es donde la civilidad, como aquellos valores, virtudes y comportamientos ciudadanos, tiene un papel trascendental. Puede que sea visto como algo cliché, que solo se dice, pero no se practica. No hay duda, puede serlo; pero, una vez se encarna la civilidad, tratar a los demás con respeto e igualdad (con dignidad), comprometiéndose cada ciudadano a interactuar cívica y políticamente con otros, se logran cambios. Y cambios que suman a que, con respeto y trato igualitario, estemos convencidos y actuemos congruentemente para expresar y dirigir el país que queremos. Aún así haya disenso, lo cual está bien. Lo que no está bien es creer que ello nos permite sobrepasar a otros. 

Es muy evidente cuando los políticos o las autoridades de turno transgreden los derechos de otros de una manera arbitraria. Por eso son tan importantes los contrapesos al poder público. Sin embargo, es también necesario dimensionar que entre ciudadanos ocurren atropellos. Como cuando algunos creen que su derecho de manifestación está por encima del derecho a la vida de otros, que el derecho de emitir libre pensamiento nos hace jueces de todo violando la presunción de inocencia, que la libertad de religión significa favorecer el derecho de practicar solo algunas religiones o que el derecho a la vivienda se sobrepone al derecho de la propiedad privada. Cuando estas concepciones distorsionadas de lo que son los derechos y libertades se impregnan en las mentes de los ciudadanos pareciera que regresamos a un estado de naturaleza donde el que pueda hacer valer su «derecho» es el más fuerte y el que logra sobrevivir. No obstante, ya no estamos en ese estado. Al menos no deberíamos, porque hay que decirlo claro: «el que tiene un derecho no obtiene el de violar el ajeno para mantener el suyo».

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